domingo, 1 de septiembre de 2013

Tránsito / Juan José Manuta

(Cuento de amor)

...y doña Tránsito, que era una mujer muy vieja, contestó:
—¿Sola? No tanto, comadre —y ruborizándose un poco agregó—: Me acompañan los recuerdos.
La otra mujer hizo un gesto de comprensión, se levantó y se fue.
"Ella tiene razón —pensó doña Tránsito—, pero es que soy tan vieja ya, que ni nietas me quedan. Nietas jóvenes, quiero decir, que me sirvan de compañía. Además, el difunto...".
Tránsito no exageraba con respecto a su edad, pero era cierto, como pudo advertirlo una vez más la comadre, que las visitas no la complacían y que, por el contrario, la molestaban. La comadre decía que la pobre Tránsito no estaba bien, y que las personas y hasta los animales parecían contrariarla.
Tampoco exageraba la comadre. Tránsito había sonreído y hasta se había ruborizado al mencionar "sus recuerdos" para negar que viviese tan sola como a la comadre le parecía. No era la pri­mera vez que Tránsito le hablaba en ese tono de sus recuerdos, como diciéndole: "Comadre, ya ve, tengo mis recuerdos", como si tales recuerdos fuesen personas de carne y hueso, a quienes debiera atender y cuidar, y, por supuesto, como si las visitas la distrajeran de ese quehacer.
—La visito porque está sola —decía la comadre—, y ella parece molestarse por eso. Figúrese, habla de "sus recuerdos" como si fueran pájaros y mi presencia se los espantara. Pobre Tránsito; nuevas amistades no ha hecho desde la muerte de su marido.
Creo que soy yo la única que le queda. Estoy segura de que si no por mí, que a pesar de todo la visito de vez en cuando, pasaría semanas y meses sin ver la cara de un cristiano.
Los recuerdos de Tránsito fueron creciendo, es decir, fueron haciéndose más vivos y concretos, hasta que una tarde oyó una voz. La voz del difunto:
”—Tránsito —dijo la voz—, ¿estará seco el mallón grande?"
Tránsito  corrió hacia el interior del rancho, arrastró como pudo de debajo de la cama el baúl donde conservaba las cosas del viejo, y extrajo de allí la oscura red que había comenzado a apolillarse. La desplegó  por el patio, bajo los paraísos, y después la tendió en el alambrado para que se asoleara un poco. Más tarde, voluntariosa como era sacó también los espineles y revisó los anzuelos uno.
“—Vieja —oyó decir Tránsito al día siguiente—, cuánto hace ya que no mojo las piolas. El pescado viene hacia arriba en estos meses de invierno."
Pero la tercera vez que Tránsito oyó la voz, no se quedó callada, y fue entonces que la comadre la encontró hablando sola.
—¡Amor mío! —decía Tránsito—. ¿Estás herido? ¿Adónde te llevó el agua?...
Calló de repente, alarmada, y corrió despavorida hacia el portoncito, desde donde la comadre había golpeado las manos. La comadre se asustó un poco al ver la cara de Tránsito. Pasó directamente a la cocina, sin decirle palabra, encendió el fuego, cocinó algunas papas que ella misma traía, y se fue casi sin saludar.
La comadre dijo en su casa.
—Hace por lo menos dos días que Tránsito no prende fuego. Si no voy yo y le cocino
unas papas, la vieja no hubiera comido hoy tampoco.
—Querido— decía Tránsito—, el hacha está rota. ¿Por qué no le ponés un cabo nuevo?
Pero la voz no le respondía, y eso la mortificaba. Se desesperaba Tránsito buscando entre los árboles o en el cañaveral del fondo el probable origen de la voz, pero desde allí sólo podía responderle  alguna tacuara o la pareja de horneros.
La voz del difunto era dueña de hablar, de decirle cosas, de recordarle los viejos amores que había tenido durante casi toda la vida, pero no se dignaba responderle cuando Tránsito la invocaba. A veces la voz callaba o simplemente le hablaba de otra cosa. El difunto había sido siempre un hombre medio distraído, y, ya viejo, poco antes de morir, se había vuelto sordo. Con frecuencia la voz le decía:
"—Tránsito, querida, me voy al rio.”
Tránsito recordaba muy bien esa frase.
Después de una noche de amor, de las muchas que habían tenido durante su larga vida en común, su marido que entonces era joven y madrugador, se levantaba antes del amanecer, tomaba unos mates, entraba en el rancho, y sin despertarla le decía en voz baja:
"—Tránsito, querida, me voy al río.”
Pero Tránsito le oía. Dormida quizá, pero sintiéndose aún abrazada por su marido mozo, le oía, y sabía despedirlo con los  ojos cerrados y unos quejidos suaves, colmados de amor. Y así durante muchos años.
Una madrugada, como siempre, su marido entró en el rancho con el mallón y los espineles y le dijo que se iba al río. Tránsito  fingiendo dormir tal vez, lo despidió entre sueños con los ojos cerrados y los mimosos quejidos. Después oyó el entrechocar de los remos que el viejo se había echado al hombro, y enseguida el chirrido del portoncito.
Lo esperó inútilmente durante todo el día. El viejo no regresó.
Con el río crecido, la corriente era poderosa y su cuerpo no fue hallado jamás.
A la canoa la encontraron medio hundida, río abajo, enredada en unos camalotes.
Los recuerdos de Tránsito se fueron concentrando hasta quedar reducidos a esa conversación un poco fantasmal con su difunto amor. A la comadre ya no le extrañaba sorprender a Tránsito hablando sola con los árboles o el cañaveral, el hacha, los anzuelos, el mallón grande o los remos: las cosas del finado.
La comadre decía que Tránsito parecía estar más cerca de los muertos que de los vivos.
Al amanecer la voz le dijo:
“—Tránsito, querida, me voy al río."
La anciana sonrió con los ojos cerrados y emitió un levísimo quejido. Se quedó un rato en la cama, holgazaneando, sintiendo correr una sangre cálida por todo el cuerpo, como si sus arterias fuesen jóvenes. Por fin se levantó, tomó mate y preparó cuida­dosamente un almuerzo, que metió en la canasta junto con el mallón grande y las piolas del víejo. Cargó los remos y se encaminó al río.
La canoa estaba allí, pudriéndose en la orilla. Tránsito puso los toletes y empuñó los remos.
Su viejo amor le hablaba desde el río, y mientras la canoa se hundía lentamente, Tránsito, ruborizada como una doncella, le respondía:
—Ya voy, querido. He traído el almuerzo.




en Cuentos para la Doña Dolorida (1961)
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Extraído de aquí.

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