(Cuento de amor)
...y doña
Tránsito, que era una mujer muy vieja, contestó:
—¿Sola? No
tanto, comadre —y ruborizándose un poco agregó—: Me acompañan los recuerdos.
La otra
mujer hizo un gesto de comprensión, se levantó y se fue.
"Ella
tiene razón —pensó doña Tránsito—, pero es que soy tan vieja ya, que ni nietas
me quedan. Nietas jóvenes, quiero decir, que me sirvan de compañía. Además, el
difunto...".
Tránsito no
exageraba con respecto a su edad, pero era cierto, como pudo advertirlo una vez
más la comadre, que las visitas no la complacían y que, por el contrario, la
molestaban. La comadre decía que la pobre Tránsito no estaba bien, y que las
personas y hasta los animales parecían contrariarla.
Tampoco
exageraba la comadre. Tránsito había sonreído y hasta se había ruborizado al
mencionar "sus recuerdos" para negar que viviese tan sola como a la
comadre le parecía. No era la primera vez que Tránsito le hablaba en ese tono
de sus recuerdos, como diciéndole: "Comadre, ya ve, tengo mis
recuerdos", como si tales recuerdos fuesen personas de carne y hueso, a
quienes debiera atender y cuidar, y, por supuesto, como si las visitas la distrajeran
de ese quehacer.
—La visito
porque está sola —decía la comadre—, y ella parece molestarse por eso.
Figúrese, habla de "sus recuerdos" como si fueran pájaros y mi
presencia se los espantara. Pobre Tránsito; nuevas amistades no ha hecho desde
la muerte de su marido.
Creo que soy
yo la única que le queda. Estoy segura de que si no por mí, que a pesar de todo
la visito de vez en cuando, pasaría semanas y meses sin ver la cara de un
cristiano.
Los
recuerdos de Tránsito fueron creciendo, es decir, fueron haciéndose más vivos y
concretos, hasta que una tarde oyó una voz. La voz del difunto:
”—Tránsito
—dijo la voz—, ¿estará seco el mallón grande?"
Tránsito
corrió hacia el interior del rancho, arrastró como pudo de debajo de la cama el
baúl donde conservaba las cosas del viejo, y extrajo de allí la oscura red que
había comenzado a apolillarse. La desplegó por el patio, bajo los
paraísos, y después la tendió en el alambrado para que se asoleara un poco. Más
tarde, voluntariosa como era sacó también los espineles y revisó los anzuelos
uno.
“—Vieja —oyó
decir Tránsito al día siguiente—, cuánto hace ya que no mojo las piolas. El
pescado viene hacia arriba en estos meses de invierno."
Pero la
tercera vez que Tránsito oyó la voz, no se quedó callada, y fue entonces que la
comadre la encontró hablando sola.
—¡Amor mío!
—decía Tránsito—. ¿Estás herido? ¿Adónde te llevó el agua?...
Calló de
repente, alarmada, y corrió despavorida hacia el portoncito, desde donde la
comadre había golpeado las manos. La comadre se asustó un poco al ver la cara
de Tránsito. Pasó directamente a la cocina, sin decirle palabra, encendió el
fuego, cocinó algunas papas que ella misma traía, y se fue casi sin saludar.
La comadre
dijo en su casa.
—Hace por lo
menos dos días que Tránsito no prende fuego. Si no voy yo y le cocino
unas papas,
la vieja no hubiera comido hoy tampoco.
—Querido—
decía Tránsito—, el hacha está rota. ¿Por qué no le ponés un cabo nuevo?
Pero la voz
no le respondía, y eso la mortificaba. Se desesperaba Tránsito buscando entre
los árboles o en el cañaveral del fondo el probable origen de la voz, pero
desde allí sólo podía responderle alguna tacuara o la pareja de horneros.
La voz del
difunto era dueña de hablar, de decirle cosas, de recordarle los viejos amores
que había tenido durante casi toda la vida, pero no se dignaba responderle
cuando Tránsito la invocaba. A veces la voz callaba o simplemente le hablaba de
otra cosa. El difunto había sido siempre un hombre medio distraído, y, ya
viejo, poco antes de morir, se había vuelto sordo. Con frecuencia la voz le
decía:
"—Tránsito,
querida, me voy al rio.”
Tránsito
recordaba muy bien esa frase.
Después de
una noche de amor, de las muchas que habían tenido durante su larga vida en
común, su marido que entonces era joven y madrugador, se levantaba antes del
amanecer, tomaba unos mates, entraba en el rancho, y sin despertarla le decía
en voz baja:
"—Tránsito,
querida, me voy al río.”
Pero
Tránsito le oía. Dormida quizá, pero sintiéndose aún abrazada por su marido
mozo, le oía, y sabía despedirlo con los ojos cerrados y unos quejidos
suaves, colmados de amor. Y así durante muchos años.
Una
madrugada, como siempre, su marido entró en el rancho con el mallón y los
espineles y le dijo que se iba al río. Tránsito fingiendo dormir tal vez,
lo despidió entre sueños con los ojos cerrados y los mimosos quejidos. Después
oyó el entrechocar de los remos que el viejo se había echado al hombro, y
enseguida el chirrido del portoncito.
Lo esperó
inútilmente durante todo el día. El viejo no regresó.
Con el río
crecido, la corriente era poderosa y su cuerpo no fue hallado jamás.
A la canoa
la encontraron medio hundida, río abajo, enredada en unos camalotes.
Los
recuerdos de Tránsito se fueron concentrando hasta quedar reducidos a esa
conversación un poco fantasmal con su difunto amor. A la comadre ya no le
extrañaba sorprender a Tránsito hablando sola con los árboles o el cañaveral,
el hacha, los anzuelos, el mallón grande o los remos: las cosas del finado.
La comadre
decía que Tránsito parecía estar más cerca de los muertos que de los vivos.
Al amanecer
la voz le dijo:
“—Tránsito,
querida, me voy al río."
La anciana sonrió
con los ojos cerrados y emitió un levísimo quejido. Se quedó un rato en la
cama, holgazaneando, sintiendo correr una sangre cálida por todo el cuerpo,
como si sus arterias fuesen jóvenes. Por fin se levantó, tomó mate y preparó
cuidadosamente un almuerzo, que metió en la canasta junto con el mallón grande
y las piolas del víejo. Cargó los remos y se encaminó al río.
La canoa
estaba allí, pudriéndose en la orilla. Tránsito puso los toletes y empuñó los
remos.
Su viejo
amor le hablaba desde el río, y mientras la canoa se hundía lentamente,
Tránsito, ruborizada como una doncella, le respondía:
—Ya voy,
querido. He traído el almuerzo.
en Cuentos para la Doña Dolorida (1961)
___
Extraído de aquí.
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