martes, 23 de julio de 2013

Había una niñez / Carlos Mastronardi

Poemas de Conocimiento de la noche (1937)

Romance con lejanías

Me gustaría verte, ser alguno en tu pecho. 
Un ámbito de música elogia tu presencia. 
Serena luz y mundo pudieras darme ahora, 
letras para la vida y un eco de septiembres. 

Que este verso te encuentre eligiendo una dicha 
y tus manos conozcan la azucena y el río. 
Juegan con tu dulzura las gentes de tu sueño, 
y yo soy en tu lástima el vendaval dormido. 

¿Cuáles serán los nombres que esclarecen tu boca, 
cuando vuelven a tu alma las personas de sombra 
y tus ojos perdonan? ¿Cuáles serán las calles 
por donde te adelantas a las futuras horas? 

Otra vez me retienen las quietudes del Norte, 
mas te encuentra el recuerdo por la ciudad porteña. 
Lejano de esos días que en los días se pierden, 
vuelve tu gracia triste para regir mi poema. 

Ahora soy el huésped callado de tu vida, 
y apenas el silencio que te influye en las tardes. 
Miren tus ojos lentos un orbe de violetas, 
¡oh amorosa de muertes, mi amiga y mi coraje!

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Las huellas del futuro
                                               a L. Riedel Ratisbona

Ya entraba por los huertos el contorno de la sombra
y el cielo, hecho de heridas admirables,
sufría unas bandadas quejosas, espectrales.
En el azul mortal, alto y clamante,
Nada más que su triste poderío.
Sin alma esa quietud. Sólo alentaba
en el borroso pueblo la brisa que salía
de los yuyales próximos,
y la queja selvática, inhumana.
La soledad, y encima
la rosa declinante del Oeste.
Personas oscuras y sin voces
venían entonces,
como sueños fugaces, ya gastadas
por la invasora y lenta miseria del ocaso,
vueltas hacia su pálido destino,
hacia ninguno.

El manso anochecer las apagaba
y en aquellos momentos no existían:
fuera del mundo iban sus pies de niebla,
y así caían sin término,
desde el vago futuro despojadas.
El largo anochecer era su dueño,
su taciturno rey y su ¡quién sabe!
Los gestos invariables y parejos
-más vivaces y firmes que las almas-,
bajo el imperio de los negros campos
que entraban con el vaho de la hora fría.

El árbol junto al árbol,
una clara tristeza
en la honda lejanía y en los inciertos hombres,
y el rocío brotando sobre la piedra.
Entonces, una música que empezaba en la plaza
volvía a crear el pueblo y daba todos
los pechos igual rumbo:
allí estaba el espejo inevitable.
Los callejones muertos, la suprema
piedad de las estrellas, el anónimo miedo
con su extrema belleza, y por momentos
la fina llamarada del frío.

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La dádiva sin rostro

En aquellos dormidos años,
cuando tu pie probaba la dulzura
y la suave redondez de la mañana,
eras callada y sumisa a los jardines.
Con amable poder te dominaban
la azucena y las voces oscuras que venían
de los cercanos, deleitosos campos.
Alguien quiso durar en tus cantos distraídos.

Junto al otoño, cuando regresaban con fatiga
las cuidadosas gentes por las calles antiguas,
fuimos como las tiernas sombras del porvenir.
Perdidos en el orden melancólico,
en los mansos trabajos de los parientes graves,
estaban los países donde tu voz salvaba.
De lejos vine a ofrecerte mis heridas.

Salía una lenta tristeza de los hondos
aposentos, de los umbrales solitarios,
de las viejas consolas que espejaron
el tiempo familiar, pero nacían
en tu esperado rostro los fulgores
que se van olvidando del invierno.

Yo narré la vivaz soberanía
de tu amistad, propensa a los jardines,
las victorias de tus manos
y tu manera de mirar un niño.
La luz, en sucesiones de alabanza,
venía a querer lo tuyo. Y es grato recordar
que tu nombre juntaba las palomas,
cuyo blancor suspenso
era como tu atmósfera y tu elogio.
Resplandecías entonces para crear mi pasado,
¡oh destruida, oh razón de este momento!

Pero ya es tarde, y sólo quiero
que este verso te encuentre celebrando algún cielo.
Ya es tarde, y atravieso con mi pesada sombra
las calles somnolientas de una ciudad sensata.
Cruzo la noche sin espera, en tanto
al apagado pueblo va el recuerdo,
y aunque ya no sabe devolverme tu rostro,
de misterioso modo te recobro:
salario y llave fuiste de mis aboliciones.

Me pierdo en esta nueva potestad estrellada,
inexorable  y cierto sobre caducos reinos
y sin embargo dulce de presencias antiguas.
Cruzo la noche libre
-tranquila como el hombre que la goza-
con lento andar, como quien cede mundo,

mientras los suaves astros dicen mis perdiciones.

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La rosa infinita

Había una niñez, unos jinetes y árboles
-también sus cariñosos-,
un portal conocido por sus flores,
algún abrazo aquietado entre perfumes
y la sombra central de la madre.
Las miradas seguían
el tránsito dichoso de la aurora
y el decaimiento de las azucenas.
Quien entraba buscando los cariños de adentro
debía pasar
bajo aquella herradura de la suerte
que a través de los años sostenía
los bienes de la casa.
Recuerdo la escondida frescura del aljibe:
en su hondura temblaban nuestras risas
y un eco más profundo tenían las tormentas.
El zorzal prisionero, en el tiempo agradable,
ensalzaba los montes natales.

Desde nuestras esquinas se contemplaba el campo.
Había claras mañanas, sucesos de esplendor,
atravesadas siempre de carros y silbidos,
y en el umbral alguno se tardaba,
callado frente al pueblo
y admirando a esos hombres que entraban con un canto
en que había una morocha prendada de un paisano.

Esto era en la provincia,
en la infinita rosa donde se holgó la infancia.
El campo se daba a la brisa
y el alba era cantora
en los árboles del fondo de la casa.
Las crecientes, los soles, las incansables aguas
conmovían al viejo vecindario,
y el hombre trabajaba con dulzuras
en aquella quietud de esplendores durables.
(En todo lo que diga estará el cielo,
pues era en la provincia,
las bandadas cruzaban una luz melodiosa
y eran los años vueltos hacia el campo). 

En los desnudos brazos que el verano vencía
jugaban los reflejos
y vi pasar la imagen de la siesta.
Las calles empezaban con sol y jovencitas.
Una clara sonrisa
a veces detenía tormentas de jinetes.
Entre buenos recuerdo viene un hombre del monte.
Y no quiero olvidar esos rosales
en cuya hondura generosa
nosotros y los pájaros andábamos.

Había una niñez, una fronda y sus amigos,
luces a las personas semejantes,
una boca pensando virtudes y pecados,
y en el invierno, el reino
de los cantos distraídos.

Aquí rememoro un galope
cortando la sensible medianoche
y el viento enloquecido en los parrales.
En el verano, la unidad de la alegría.
También las sucesiones afectuosas
de los brazos ligados,
y las glicinas, en el segundo patio,
junto a la cadena del pozo,
en sus avisos de agua tan sonora.
El cielo en nuestras predilecciones.
Sabíamos algunas palabras
para ayudarlo a Dios.

Por las tardes, el habla lenta del padre,
que andaba por el campo
y que volvía convocando la cena.
Después, con la luna sobre el pueblo,
descansando en los crespos corredores,
nos explicaba el cielo.

Perdurando en los patios, las conocidas voces.
Bajo el aire sereno, una mano
sosteniendo la dicha;
cada uno combatiendo por sus ángeles,
y flores por fragancias agrupadas
prolongaban las imaginaciones
y la vaga riqueza de los sueños.
Cerca, el dormido río,
y la verde cintura que aromaba
la población, perdida en esa gracia.
El cielo, vecindad; el campo, al lado.
La calandria y la flor del espinillo
fueron el horizonte de aquellos suaves años.
Y campanadas lentas,
en la suspensa tarde del domingo
confirmaban la paz de nuestras almas.

Había una niñez, un silencio y pájaros.
Lejos, la queja errante del ganado,
que llegaba en la brisa pordiosera,
y la noche de trébol asomando
por la adversa maraña que tupía
las afueras con muerte y con guitarras.
(Y nada más había: yo y esto que nombro).
El amparo de todos era un árbol sombrío;
la campaña, el regalo de los hijos varones.
La calle polvorienta nos dio gozado riesgo.
Y en el dormido pueblo
un silencio más grande recibía
las risas y los juegos.
Yo no era el más alegre de los cinco.
Desde nuestras esquinas se contemplaba el campo,
y recuerdo un anónimo golpe
retumbando en el largo anochecer.
Entonces, yo decía:
es alegre vivir en una estancia
y pasar temporadas en el monte.

Allá quedó la infancia, en ese umbral, mirando
el claro movimiento de los días.

martes, 9 de julio de 2013

el mundo a solas, con el aire / Juan Manuel Alfaro


se va a morir de río la tarde

Se va a morir de río la tarde,
mientras mis manos vacilan el bolsillo
y una picazón de arena
lame los cartílagos del sauce.

Se va a quedar el mundo, a solas, con el aire,
mientras la calle suba oliendo las barrancas 
y un desalivio de flores empezadas
me dé a morir el niño que no traje.

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Liliana Gelman, en Serie Árboles


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la ventana

Quién metió la mano en mi memoria
para dejarme, viajero, en la ventana,
cuando los árboles copiándose la sombra
se sientan a pensar, espalda con espalda
y como niños, de pronto interrumpidos,
no pueden recordar a qué jugaban?

Qué, que no era viento,
gastó mi casa hasta ponerla blanca?


______

pasaje

...me vacié la luna en los bolsillos,
puse ventana y puerta en la vereda
y como un niño que hoy no fue a la escuela,
me senté junto al viento, en el camino.

Miré la rosa con la que hacen las rayuelas
y pasé la tarde como un árbol limpio.
Un anciano con su canasta repleta de crepúsculos, 
me saludó, como si fuera mío,
y floreció, apenas, cuando ya era lejos,
donde la calle se apoya en las barandas
por no tirarse al río...

Creí que amanecía en medio de la tarde,
pero era el horizonte el que se había dormido
juntando las hormigas de la melancolía,
las que comen el cielo, con su vals campesino,
las que saben el azúcar de la tierra:
por eso se unen para hacer caminos...

Hoy me he poblado de mí,
mirando el mundo pasar al lado mío.

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en cauce, (1979); Ediciones Con Arca, 1era. edicion, Paraná:1979

lunes, 1 de julio de 2013

Dos poemas de "Tierra amanecida" (1926) / Carlos Mastronardi


Rincón

Con manos extranjeras
recojo en tierras lueñes mi usado corazón.
Un rotoso muñeco es el ayer.
Y están los viejos días colgando de mi voz.

Lenta loma flamante de gramillas
y amansada de soles y venteos.
La primeriza luz se estrena en ella,
juega como una infancia por los cercos.

Yo la supe sabrosa de imprevistos,
y anduve el recoleto caserío.
Le fui legando meses a los muros
y herbazales. La dicha fue conmigo.

Rincón cuyo silencio tutela los destinos.
Las casonas durmientes rezan humo cansado.
Parroquiales relojes suman noche,
y un grillito desvela todo el campo...

Están sus viejos días pendientes de mi voz.
Las horas me circulan como pulsada sangre.
Buscaré su ternura
para escuchar este secreto oleaje.

Ya no busco senderos, los aguardo.
Volverá mi abandono a su cariño,
y asomado a sus tardes lograré mi aventura.
Quedar es la riqueza de ganar un camino.

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Versos donde aparece una alegría

Albor primero vino a despertarme.
La mañana mansita entró a mi pieza.
Aquí está reluciente y conmovida
como una absolución, el alma intensa.

Añejas devociones voy cruzando.
Oran por mí las santas arboledas.
Nuevo como quien viene de un cariño
desando mi existencia y mis callejas.

Crece como una luna mi silencio...
Los minutos más viejos están cerca.
Asoma mi niñez sobre las tapias...
¿A quién le pido un canto en la hora espléndida?


Poemas de "El alba sube..." / Juan L. Ortiz

Momento

El jardín llovido
eleva hacia las tímidas sonrisas azules
la mirada de sus rosas.

Ruptura cristalina del alado llamamiento
a la luz.
Pesado de delicia el jardín con sus árboles
se pierde en sus esencias.
Pero viene la brisa
y es una infancia de hojas y de flores danzando.

El canto de los pájaros a la danza se ciñe.

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La noche y la mujer

¿Dónde empieza la una y termina la otra?

Flor
de la noche
hecha sólo
de resplandores,
pero brotada
de un suave secreto
del cosmos.

Con su más pura
vida
es forma de la sombra
que mira
y abre
blancas sonrisas.
Loca la noche de la ciudad la quema en reflejos.
¿Se muere en el día como una joya?

La noche de los árboles la entiende.
Y la calle iluminada
fija en ella su más viva y delicada pasión

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Sueño encendido…

Otoño, celeste puro, exaltado, entre nubes de humo,
que baja hasta una dulce palidez
entre una tenue gloria de vapores.
Otoño sobre las rosas, otoño del mediodía.
Las cosas encantadas en un sueño encendido.
Las chispas, sólo, de las hojas
aleteando.

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No, no es posible…

No, no es posible.
Hermanos nuestros tiritan aquí, cerca, bajo la lluvia.

¡Fuera la delicia del fuego, con Proust entre las manos,
y el paisaje alejado como una melodía
bajo la llovizna
en el atardecer perdido del campo!

Fuera, fuera, Brahms flotando sobre los campos!

No, la muerte mágica de la música,
ni la turbadora sutileza,
mientras bajo la lluvia
hombres sin techo y sin pan
parados en los campos,
vacilan al entrar a la noche mojada!

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________

Nada más…

¿Dónde se hizo esta
luz
velada?

El chingolo canta.
Este canto en la luz
como desde el seno
tímido de la luz.
Y las orillas
florecidas,
las orillas
amarillas,
las orillas temblando
en la sensitiva
mirada del río?

Demasiado, demasiado.
Sólo la soledad
apenas
dorada,
con este canto.
 __________

Nada más que esta luz….

Nada más que esta luz, otoño.
Nada más que esta luz.
El éxtasis, el éxtasis,
entre el cielo y la tierra, suspendido,
mejor: que se abre y se dilata como un alma
profunda, pero de una
claridad delicada de serenos
pensamientos sensibles.
Nada más que esta luz, otoño,
otoño, nada más que esta luz
que penetra sutil
las cosas
pero queda
al rededor de ellas, como temblando,
sensitiva
y casi pudorosa.
Nada más que esta luz, otoño.
¿Es de todos esta luz?
La calle humilde está
traspasada, y como elevada,
ligera,
en esta dicha etérea.
Pero a todos llegas, otoño,
a todos llegas en esta tarde
en que hay manos translúcidas y eternas
que hacen signos en el aire?

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El viento…

El viento ha apagado la tarde.
Y el anochecer moroso, de azul místico,
llega.

Noche pálida aún, y rameada.
Serafines, veo, solos, sobre las ramas.
Pero el ángelus tiéndeles
amigas manos,
y sonríen.

Cómo se pierde su sonrisa en la sombra!

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Sobre los montes…

Sobre los montes un canto.
Un canto, solo, en la tarde.
¿Qué invisible ave nostálgica
llama? ¿Es el aire que canta?
¿O es la soledad infantil
pero profunda, que dice
a los cielos alejados,
lo que el reflejo y el ritmo
del río, lo que las flores
agrestes, lo que los árboles,
no pueden comunicar?

Sobre los montes un canto.
El silencio tan sensible,
con qué dulzura lejana,
melodiosa, se quiebra!
En su ruptura, la tarde
su tensión celeste afloja.
Qué silencio el de las aguas
ahora, y el arroyuelo
-temblor pudoroso entre
las altas hierbas- por qué
ha callado? Es este canto,
entonces, la pura esencia
de esta soledad perdida
en sí misma, que pedía
a las aguas, a los pájaros,
a los follajes, a las flores,
la voz que necesitaba?
Qué dicha honda, si frágil,
que anhelo musical
de tantas vidas secretas,
de tan mágicas presencias
como concierta el paisaje,
al fin encuentre su canto!
Un canto sobre los montes.
Un canto, sólo, en la tarde!