sábado, 22 de junio de 2013

El cuidado (amoroso) de una edición y algunas otras notas / Analía Gerbaudo

Mastronardi. Obra completa, de Carlos Mastronardi. Tomos 1 y 2. Edición de Claudia Rosa y Elisabeth Strada. Santa Fe, Universidad Nacional del Litoral, 2010.

Para Isita, in memoriam


1. La edición
Esta vez quisiera empezar por una nota aparentemente marginal en una reseña. Un comentario sobre el cuidado en la edición de las Obras completas de Carlos Mastronardi que acaba de publicar la Universidad Nacional del Litoral. Un trabajo realizado fundamentalmente por un colectivo de mujeres de las que guardo imágenes que las ligan (en algunos casos, definitivamente) a esta obra: entusiastas conversaciones sobre la marcha del proyecto en la luminosa casa de Claudia Rosa en Paraná; encuentros accidentales, aunque más o menos regulares, con Elisabeth Strada (“Isa” para los amigos y compañeros) en el Etacer o en el Fluviales durante el largo periplo de búsqueda y organización del material; Ivana Tosti recorriendo los pasillos de Extensión Universitaria con interminables series de galeras que corregía los fines de semana; y otra vez Claudia, acercándome a la terminal para tomar el ómnibus que me traería de regreso a Santa Fe mientras ella recogía los incontables borradores de borradores.
Pocas veces un libro me ha generado tanta expectativa. Y esto no se debe sólo a la importancia de la obra y de los análisis críticos que esperaba por fin leer, sino especialmente a lo que rodeó su armado, su corrección, su diseño, es decir, a eso que vuelve libro un conjunto de textos y que, en este caso particular, algunas experiencias transidas por el dolor y la amistad lo convirtieron en un objeto de otro orden (un fetiche, quizás).
Varias veces Jacques Derrida se ha referido a las muy distintas formas de elaborar un duelo. La publicación del “Mastronardi” (así lo llamábamos por “la zona”) es, casi con certeza, una forma de continuar ese trabajo. La pérdida de Isita en el medio del proceso dejó su huella en el libro. Nombrarla, traerla desde la letra, es otra manera de reinventarla. De multiplicar sus trazos. No sé si le gustaría descubrirnos haciendo esto. Ella que elegía esconderse detrás del sello editorial (alguna vez Roberto Retamoso me preguntó quién escribía las nunca firmadas contratapas de los libros de poesía) sabía que su tarea, prácticamente anónima, era crucial en la intervención sobre los papeles en camino de convertirse en archivo y sobre las ediciones críticas que, desde hace ya varias décadas, realiza la Universidad Nacional del Litoral. Las palabras que Claudia Rosa escribe al final de su introducción a la obra dicen mucho de Isita y también de la generosidad y de la energía de Claudia, de su modo de encarar las prácticas en las instituciones, de su sencilla grandeza. En un medio propenso al borramiento del otro, mientras agradece y recuerda, mientras desliza su medida del tiempo (una medida mastronardiano-juaneliana que, frente al vértigo de la hiper-profesionalización en el que estamos inmersos, irrumpe como una suerte de proclama de resistencia), hace varias otras cosas más: “Compañera de ocho años de trabajo, viajes de archivo, correcciones en las siestas infinitas del verano, crítica feroz de cada uno de los pasos con una generosidad inexplicable. Isa fue la persona que, desde el Centro de Publicaciones de la Universidad Nacional del Litoral, llevó sobre sus espaldas esta edición. La vida no le dio tiempo para verlo impreso. A su familia y amigos dedicamos este libro que editó con tanta alegría”.


2. Los papeles, los herederos y el trabajo de archivo
Trabajo de “archivo”. “Trabajo de duelo”. Dos cuestiones sobre las que profusamente ha escrito Jacques Derrida. Sus planteos sobre lo que se hace en términos políticos e institucionales cuando se construye un archivo (es decir, cuando se domicilian papeles depositados en espacios privados, se garantiza su preservación y la posibilidad de su permanente consulta pública) son inescindibles de sus ensayos sobre el duelo, las herencias y los legados. Si atendemos a las fechas de sus textos, podremos advertir que, más allá de su indignación con ciertos carceleros de las memorias (es su ofuscación con Yosef Hayim Yerushalmi la que en parte lo lleva a escribir Mal de archivo: su intento de apropiación de la figura de Sigmund Freud rompe los códigos éticos en una medida comparable al exabrupto de Derrida cuando afirma que si pudiera, Yerushalmi circuncidaría a Freud por segunda vez), son las peleas feroces con los herederos de Antonin Artaud por la publicación de algunos de sus dibujos las que motivan su ajuste de la categoría de “archivo” (no es por azar que en Argentina haya despertado tanto interés entre quienes investigan desde la crítica genética y desde los estudios de memoria: dos formas de rastrear huellas y de reconstruir itinerarios de ausentes).
Las formulaciones derrideanas ayudan a pensar las dificultades sorteadas y los derroteros seguidos para hacer de los papeles de Mastronardi un archivo. En lo que Claudia Rosa y Elisabeth Strada escriben (y también en lo que dejan entrever y en lo uno imagina que callan) se lee bastante más de lo que dicen. La distancia con la que observan los juicios respecto de cuáles de los escritos que rodean la poesía de Mastronardi tienen o no valor literario o crítico, los relatos sobre los viajes de los papeles del escritor que acompañan o se apartan de los del propio escritor, las referencias a las mezquindades de ciertos entronizados personajes de nuestros cenáculos son también parte de la historia de este archivo que se compone entre líneas en un apartado de título tímido: las “Notas” y los “Criterios” de organización de la edición son mucho más que eso. Son también intervenciones sobre la obra y sobre la crítica que acompaña al minucioso proceso de establecimiento y organización de los textos.


3. La obra
La obra de Mastronardi se presenta en dos tomos no cortados por la cronología sino por el tipo de textos: “uno que contendría sus textos ‘más cercanos al yo’ y otro que abarca la reflexión del afuera de sí”, aclaran Rosa y Strada. Las explicaciones de las editoras respecto de por qué no eligen el criterio cronológico al que habían apelado en un primer momento contienen una lectura que comprende el modo de trabajo del autor: “En una primera etapa de trabajo tuvimos el proyecto de editar la obra siguiendo su cronología, pero esto ofrecía la dificultad de que muchos de los textos del autor habían sido escritos simultáneamente durante muchos años, y aún décadas, y se resistían a ser ubicados en alguna fecha. Por otro lado, establecer el texto de la obra completa por zonas cronológicas tenía la virtud de que evidentemente hay un primer momento de la obra, que es su período de Conocimiento de la noche, su período poético por excelencia; un segundo momento entre 1958 y 1959, en donde comienza a sumergirse en la explicación del método y a establecer una distancia clara respecto de las posiciones estéticas del momento; y finalmente, entre 1960 y 1976, un tercer momento donde la preocupación ya no es el método sino la construcción de una nueva referencialidad en una escritura que deviene periodística y ensayística y que va a denostar al realismo y al regionalismo porque su problema es el referente. Es la época en que escribe los editoriales de El Mundo, Formas de la realidad nacional y poemas como ‘El Extranjero’”. Strada y Rosa insisten en que la segmentación cronológica de la obra borraría una de sus claves dominantes: “la preocupación por el métier”, el desvelo provocado por los “peligros” que entrañaba “ser contemporáneo” de Jorge Luis Borges, la inauguración de “un modo de borrar las fronteras entre la filosofía y la literatura” y un “método de trabajo” concebido prácticamente como “una ética de la representación”.
Estos son los fundamentos principales por los cuales en el primer tomo se incluye su obra poética antecedida de un ensayo de Martín Prieto, sus Memorias y Cuadernos que introduce Sergio Delgado y que pueden leerse en continuidad con notas sobre Borges (más o menos extensas según la ocasión) precedidas de un ensayo de María Teresa Gramuglio. Se anexa un Dossier con textos ya clásicos y con comentarios de amigos y allegados (Conrado Nalé Roxlo, Juan Carlos Ghiano, Ricardo H. Herrera –según Martín Prieto, “uno de sus lectores más atentos”–, Miguel Ángel Federik, Jorge Enrique Martí y Saúl Yurkievich) y un curioso apartado dedicado a sus traducciones que, como bien apuntan Rosa y Strada, plantea preguntas a la investigación: “Para esta edición recuperamos ocho poemas traducidos del portugués, que serán una novedad para el conocedor de Mastronardi, y cinco poemas de Rilke. La búsqueda de traducciones de Mallarmé continúa”.
El segundo tomo se abre con un ensayo de Adolfo Prieto que antecede a Valéry o la infinitud del método y Formas de la realidad nacional. Prieto estudia con detalle el último: un texto publicado en 1961 aunque escrito durante quince años “y en circunstancias y por motivaciones diversas”. Luego caracteriza sus ejes centrales, se detiene en los puntos cercanos a algunos de sus temas más queridos (Arlt, la relación entre movilidad social y políticas de Estado) y repasa sus semblanzas y sus “nudos problemáticos”. Entre otros, “el campo en nuestra literatura”, el escritor argentino y el entorno inmediato, lo que se lee como “poesía”. Observa Prieto: “En otra reacción polémica frente a un extendido prejuicio, Mastronardi observa en ‘Lirismo y facilidad’ la conducta literariamente irresponsable de muchas de las personas que pueblan librerías y bibliotecas con pretendidos libros de poemas” (agreguemos: una tensión que se prolonga hasta la actualidad; la mesa de poesía del Argentino de Literatura realizado en Santa Fe en agosto del año pasado, el último libro de Josefina Ludmer y La boca del testimonio. Lo que dice la poesía de Tamara Kamenszain vuelven sobre esta cuestión).
Este tomo comprende prólogos, reseñas, prosas y artículos de Mastronardi, parte de su correspondencia, un dossier con escritos clásicos y otros de amigos y allegados (Francisco Luis Bernárdez, Jorge Luis Borges, César Tiempo, Emma Barrandeguy, Héctor César Izaguirre, Eise Osman y Elsa Serur), un controvertido conjunto de editoriales, una cronología y el detalle de la bibliografía de referencia de las editoras.
Es necesario destacar los múltiples interrogantes que este material genera. Muchos anticipados en las introducciones a cada volumen firmadas por Claudia Rosa. Por ejemplo, en el primer tomo, su artículo arranca con un claro planteo sobre la relación entre políticas de archivo, mercado editorial y lectura: “Carlos Mastronardi es uno de los nombres relevantes de la literatura argentina y sin embargo su obra no es tan conocida como la resonancia del nombre pudiera hacérnoslo creer, o, digamos mejor, es una obra que sólo tardíamente se está conociendo. A ello contribuye, sin duda, la escasa circulación de sus textos, en su mayoría realizados en ediciones de no fácil comercialización y sin una distribución nacional o hispanoamericana que garantice la presencia de la obra en todos los países de habla española”. El comentario sitúa su obra en la serie de Juan L. Ortiz, Juan Manuel Inchauspe, Estela Figueroa, Marilyn Contardi, José Pedroni. La publicación de sus textos por el sello de la Universidad Nacional del Litoral fue una intervención sobre el archivo y sobre la lectura. Una operación política realizada desde una editorial del Estado (es decir, al margen de las presiones del mercado y de los vaivenes caprichosos de las modas).
A los datos anteriores, Rosa agrega una esclarecedora descripción del derrotero de los textos de Mastronardi que aparta su diagnóstico inicial de la queja para arrimarlo al terreno de la falta en la que ha encontrado un sitio para la acción. Recuerda un pedido incumplido de Borges a un editor, la genealogía de las publicaciones que explica las escasas lecturas críticas, la misteriosa historia de Tratado de la pena (que, según el relato que se escoja es, o bien un libro inconseguible ya que apenas publicado Mastronardi habría quemado los ejemplares circulantes, o bien o un invento de Borges para acrecentar el curriculum de su amigo en pos de favorecer la obtención de premios literarios), la escasa recepción de Valéry o la infinitud del método (pensado para un “minúsculo grupo de lectores” interesados en “los vanguardistas”, en la relación entre “musicalidad y pensamiento”).
En el segundo tomo, Rosa repone una trama que arroja luz sobre la posición de Mastronardi, a contrapelo de las tendencias de la época: “Cuando en la década del veinte el joven Carlos Mastronardi viaja a Buenos Aires se encuentra con el recién llegado de Europa Jorge Luis Borges, a quien lo acerca la lectura del poeta Evaristo Carriego. Borges viene con los preceptos del ultraísmo español, a través de los cuales la metáfora y la imagen le ganan la partida a la métrica que tanto había perfeccionado Rubén Darío y que había pregnado la obra de Leopoldo Lugones. Este es el momento en que comienzan a circular en Argentina los textos del psicoanálisis y la prédica de Breton, que demuelen para siempre el concepto de inspiración. (...) En este contexto y contra el espíritu de esta década, Mastronardi se pliega a una tradición totalmente diferente”.
Como ya lo ha venido haciendo en varios pasajes, muestra un problema que demanda la puesta en diálogo de los materiales que, gracias a su trabajo, ahora están disponibles (nuevo ítem para una investigación por hacerse en la línea consolidada en Argentina por Alberto Giordano): “El problema del método se desarrolla en los Cuadernos que escribe desde 1930 hasta su muerte en 1976 –un diario de escritor en el que anota diversos problemas de la creación literaria–, en sus tres ensayos más conocidos -Valéry o la infinitud del método, Memorias de un provinciano y Formas de la realidad nacional-, en numerosos artículos periodísticos y en dos ensayos inéditos que se publican en este tomo: Historia de una experiencia y Nota analítica”.


4. Las lecturas (y las investigaciones por-venir)
Además de la recopilación de textos ya clásicos sobre Mastronardi, semblanzas escritas por amigos y gente cercana a su entorno, pueden distinguirse dos tipos de lecturas sobre las que cabe poner especial atención: la literaria y la que desarrolla hipótesis que además abre líneas de investigación.
Entre las primeras, es decir, entre aquellas en las que la escritura impone su recorrido porque cualquier síntesis o parafraseo resultaría extremadamente empobrecedor, está la de Arnaldo Calveyra. No fortuitamente colocada como “Liminar”: un espacio que parece situarse por fuera de la obra misma, por fuera de los dos tomos (como esa suerte de “Hors-livre” con la que jugaba Derrida en los suyos al insertar ensayos materialmente dentro-fuera del objeto mismo). En “Unas palabras para Mastronardi” se asiste a una escritura replegada sobre aquello que hace que un texto derrote el tiempo. “¿Qué es lo que vuelve memorable un poema?”, pregunta Calveyra. Y un poco después, el interrogante se disemina y se personaliza (todo a la vez, en un mismo movimiento): “¿Qué hace que uno vuelva a unos poemas, a unos versos en un poema, a tres palabras en una carta?”. Las preguntas, dirigidas a Mastronardi (a quien Calveyra trae desde la segunda persona) pero planteadas a todos y a nadie, se hilvanan a la especie de epígrafe extendido que sólo explica, en parte, sus propios giros. En unas pocas frases, una representación de Mastronardi y de la poesía de mediados del siglo que pasó. Frases que apelan a las mismas palabras que Mastronardi repite en sus versos (tardes, zaguanes): “Tardes con ese olor. / Tardes con ese olor, tenían ese olor, olor a esos años, había por las calles ese olor, la poesía, intentar escribir un poema tenía ese olor, olor a zaguanes y más zaguanes, calles de esos barrios, de un barrio de Buenos Aires en particular, el de Primera Junta en particular al salir del subterráneo de la línea A y encaramarme al tranvía en dirección a la calle Thorne (455, 2º A, casa de Mastronardi), olor yendo de cancel en cancel, insistente, tenaz olor de arquetipo, calles traspasadas a ese olor, en todo caso, por esos años -flamantes años 50-, la poesía, el poema, salir en su busca, tenía ese olor. / Y porque en esta tarde de marzo de 2001 está de vuelta en mi pieza”.
El primer párrafo de “Una lección permanente” de Martín Prieto, en su condensada síntesis, es un envío a varios textos y, como siempre en sus ensayos, un llamado a la exploración de sus tesis que exponen lo que se juega (en términos de las innumerables lecturas que semejantes hipótesis exigen) en proposiciones armadas con sólo dos oraciones. Mitología contra escritura, biografía contra marcas en una inscripción que incita a saber más sobre los telones de fondo de la escena (una apelación a estudiar la tensión entre las figuras de escritor y la propia escritura): “A los 19 años Carlos Mastronardi se fue a vivir a Buenos Aires, donde muy pronto hizo amistad con el grupo de poetas y escritores que un par de años después iban a dar forma a la primera agrupación de vanguardia argentina, el martinfierrismo. Pero su primer libro de poemas, Tierra amanecida, publicado en 1926 en la misma editorial donde Roberto Arlt publicó ese mismo año El juguete rabioso, no da con ninguna de las notas de la vanguardia martinfierrista: en lugar de metáforas, comparaciones; en lugar de verso libre, combinaciones de endecasílabos, heptasílabos y alejandrinos; en lugar de aeroplanos y prismas, parejas de labriegos y campo”.
Otro punto descollante del ensayo: el enlace entre las tesis de Mallarmé sobre aquello que se suprime cuando se nombra un objeto en un poema con la lectura de Borges de “Luz de provincia” y la propia que gira sobre la relación entre tiempo y escritura.
Finalmente, como en su Breve historia de la literatura argentina, como en el ensayo incluido en la edición crítica de Juan L. Ortiz al cuidado de Sergio Delgado, Prieto despeja cómo el poeta modula su voz, cuáles son sus legados, sus dones y sus deudas. En ese tejido asoma una fructífera línea de investigación que enreda a Mastronardi con Carlos Feiling, Mirta Rosenberg, Daniel García Helder y Sergio Raimondi.
“El inacabamiento y la postergación encuentran su razón de ser, acordes con la morosidad de sus hábitos escriturarios y su resistencia a publicar”. La descripción es de María Teresa Gramuglio y podría aplicarse a una constelación de poetas del litoral: Aldo Oliva, Marilyn Contardi, Juan Manuel Inchauspe, Estela Figueroa, Juan L. Ortiz y Carlos Mastronardi. La escribe en un ensayo que confirma una posición fundadora de una tradición de estudios críticos, de un modo de leer literatura (de interrogarla). La magistral conferencia que diera unos años después de la restitución democrática en la Universidad Nacional del Litoral sobre las imágenes de escritor construidas por Roberto Arlt es el texto que gestó los otros recorridos. Para esta edición Gramuglio escribe “El Borges de Mastronardi. Fragmentos de un autorretrato indirecto” en base a las ciento treinta páginas, “casi todas manuscritas, unas pocas mecanografiadas, muchas de ellas identificadas con la inicial ‘B.’, con anotaciones sobre Jorge Luis Borges” que le enviara Claudia Rosa. En esas páginas encuentra “apuntes casi siempre breves, algunos de unas pocas líneas, que no responden a un desarrollo expositivo articulado” a excepción del “bosquejo de una reseña crítica de Fervor de Buenos Aires y el borrador de una carta escrita desde Gualeguay en la que Mastronardi le comenta a Borges el ensayo sobre las kenningar”. En ese sentido estas notas pueden leerse junto con las de los Cuadernos: no hay un orden ni un encadenamiento más allá de que en este caso estén reunidas por el nombre de Borges y por cuatro núcleos temáticos principales, a saber, análisis críticos de su escritura, de sus ideas, comentarios sobre algunos rasgos personales y recuerdos compartidos.
Entre otras cosas observa aquí “uno de los más directos testimonios de la sociabilidad del grupo martinfierrista, que se desplegó luego con mayor amplitud en las páginas de Memorias de un provinciano”. Como ya lo había hecho antes en este mismo ensayo al solicitar la expansión de su lectura por expertos en crítica genética, subraya el potencial del material editado para nuevas lecturas.
Luego, diferentes notas la llevan a conjeturar sobre el carácter de libro futuro que podrían haber tenido estos fragmentos. Y especialmente se concentra en la tesis anticipada en el título: Gramuglio lee las copiosas notas de Mastronardi sobre Borges en clave de “autorretrato indirecto”. Apunta: “Los análisis críticos que operan como un medio para la reflexión sobre las formas se complementan con frecuentes citas de ideas literarias de Borges, algunas de las cuales Mastronardi discute en relación con sus propias posiciones. Es en este último sesgo donde el Borges de Mastronardi se revela con mayor nitidez como una especie de repoussoir, esto es, como la figura que brinda un punto de resistencia contra el cual definir el propio estilo y afirmar su proyecto poético”.
Sus aportes tienen, por los menos, una doble dirección: como estudio de la obra de Mastronardi y como muestra metodológica para el conjunto de investigaciones en curso sobre las representaciones que los escritores construyen de sí. Por otro lado, el señalamiento de convergencias entre Borges y Mastronardi invita a repasar sus escritos (en el caso de Mastronardi, sus Cuadernos y también las Memorias tienen innumerables fragmentos que aluden a los diferentes puntos que Gramuglio señala): “cuestionamiento del realismo, del nacionalismo costumbrista o pintoresquista, de las efusiones de la inspiración; preferencia por la sobriedad expresiva; examen de las virtudes constructivas del policial y del fantástico”. Las controversias que complejizan las hipótesis parciales presentadas se enlazan con la conjetura esbozada por Claudia Rosa en una carta sobre estos apuntes y sus “sentimientos encontrados”: “Ni crítica literaria ni biografía intelectual, estos apuntes a la vez relegados y atesorados tienen algo que en cierto modo los aproxima a un género elusivo e inquietante: el retrato. (...) Género anacrónico que en una de sus formulaciones más clásicas participa del homenaje y de la rivalidad, y que a menudo deriva de una proximidad en la cual las manifestaciones generosas del amor, la amistad o la admiración se enturbian con las corrientes oscuras -envidias, frustraciones, resentimientos, odios- que la frecuentación suscita, sobre todo cuando transcurre en espacios competitivos, como lo es, en este caso, el campo literario. Si se admitiera esta perspectiva de lectura, se alcanzaría a entrever la complejidad de las motivaciones que subyacen en estas páginas largamente trabajadas, y a la ‘obra visible’ que ensayan los fragmentos se podría contraponer el autorretrato en hueco que se dibuja en su reverso”.
El siguiente ensayo de Gramuglio también depara en otro de sus temas indiscutidos: la revista Sur. Como bien lo marcan Rosa y Strada, el giro que le da a su ensayo sobre las contribuciones de Mastronardi en esa publicación periódica es “inesperado”: Gramuglio encuentra en su tono la estrategia, entre distante y jocosa, mediante la cual se conectaba con los integrantes de la revista. El primer párrafo de “Las colaboraciones en Sur. Ironía y complicidad” configura una buena parte de un estado de situación de un proyecto que no cuesta mucho completar porque ya Gramuglio lo define prácticamente por entero atándolo a su otro tópico: las imágenes que los escritores arman de sí. Con la seguridad de quien tiene un inconmensurable cuerpo textual escudriñado, anota: “Entre 1938 y 1963 Carlos Mastronardi publicó aproximadamente treinta colaboraciones en Sur. La cifra no es exigua, si se tiene en cuenta que no fue un escritor prolífico. Este corpus, recopilado por primera vez para esta edición, nunca llamó la atención de los estudiosos de la revista. La falta de interés no obedece a ninguna de esas conspiraciones de silencio que algunos críticos siempre se empeñan en denunciar, sino a una circunstancia evidente: con una presencia espaciada a lo largo de veinticinco años, Mastronardi no ocupó un lugar relevante en Sur. Ni siquiera él mismo se refirió a su ingreso o a su paso por la revista en Memorias de un provinciano. Aunque esto puede resultar sorprendente, dado el prestigio que confería por entonces publicar en Sur, no lo es tanto cuando se considera la general discreción de Mastronardi sobre su vida literaria en Buenos Aires y su evidentemente deliberada opción por evitar la abundancia de nombres prestigiosos para detenerse a menudo en figuras secundarias hoy desconocidas. Si el traslado del escritor provinciano a la capital, con sus ensoñaciones de triunfo literario y sus escenas de iniciación, ha constituido un tópico poderoso en la literatura moderna, la reticencia de Mastronardi sobre este aspecto constituye una de las anomalías más enigmáticas para el lector de sus Memorias... y plantea a la crítica un verdadero desafío”.
Luego de esta precisión desentraña los datos que le permiten corroborar la hipótesis que, a modo de promesa, presenta su título. Merece en este sentido una consideración especial la conjetura sobre la posición de Mastronardi respecto de Borges (su escritura, sus tesis, su poética y la proyección en la propia), su círculo cercano (Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares) y Paul Valéry (otra vez, esta tesis convoca al análisis detallado). Con sólo un párrafo, obliga a re-transitar varios de los textos incluidos en estos tomos y enhebra, sin contradecir, la conjetura ya adelantada: “‘La infinitud del método’ que Mastronardi reivindica en Valéry presenta, en primer término, un espejo de su propia concepción del trabajo poético como empresa ardua, lenta y reflexiva sobre la materia verbal, que debe excluir lo circunstancial y controlar tanto el azar implicado en la mímesis como las efusiones sentimentales. Pero es también un espejo de lo que él, Mastronardi, leía en la escritura de Borges, y un elogio de lo que Borges, a su vez, elogió en Valéry, proyectando sus convicciones estéticas sobre el plano ético. Para ambos, Valéry y su poética serán el símbolo de esas ‘aventuras del orden’ que se oponen tenazmente al caos de una época invadida por los irracionalismos más sombríos. En este último aspecto, se debe reconocer en Valéry uno de los puntos de convergencia más altos entre las diversas tendencias que coexistían en Sur”.
Las tesis de Gramuglio sobre un nacionalismo-no-nacionalista en Mastronardi traen el eco de las de Beatriz Sarlo sobre un regionalismo-no-regionalista en Juan L. Ortiz. Y en esta cadena de envíos se confirma la sensación que el lector no dejará de tener mientras recorra los tomos: “el Mastronardi” de Claudia Rosa dialoga, a veces subrepticia y otras explícitamente, con “el Juanele” de Sergio Delgado, ese otro trabajo monumental de archivo que la Universidad Nacional del Litoral no deja de re-editar y los lectores no dejan de reclamar dado su constante y prolífico estado de “agotado”.
Finalmente, leer el ensayo de Gramuglio produce la reacción que alguna vez Javier Gasparri describió con una sensibilidad entrañable mientras relataba una de sus clases sobre El decamerón en la Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Rosario: “¿Qué pasa? ¿Ya terminó?”.

5. Los des-tiempos en “la zona”: una ética, una política
Esta publicación trae algo de las mitologías de “la zona”: derivas de papeles que se pierden o se ocultan, extremo cuidado filológico de una obra sobre la que no hay prisas por publicar, figuras de otros escritores que acompañan y saben lo que se juega en el destino de esas palabras. En un mismo terreno imaginario, Juan L. Ortiz, Marilyn Contardi, Aldo Oliva, Estela Figueroa, Juan Manuel Inchauspe, Carlos Mastronardi. No es fortuito que sus poemas hayan sido editados por la Universidad Nacional del Litoral y por la Editorial Municipal de Rosario (se revela allí el producto de un trabajo cuidadoso y continuado de un mismo grupo de investigadores y de escritores y también la apuesta de equipos editoriales que, por fuera de las ganancias, siguen creyendo en el valor innegociable de la literatura). Si nos detuviéramos en sus morales, veríamos que no responden a los tiempos “post”. Un film más o menos reciente sobre Juanele lo advierte: la vuelta sobre el poema que liga darse el tiempo para mirar una flor con la revolución dice mucho sobre esa cita, sobre quienes la realizan, sobre el momento en que se la actualiza, sobre la estética en la que se inserta.
Algo de esa morosidad parece haber contagiado también a esta edición. O más bien, algo de la moral de la escritura (la propia y la del otro, la del escritor cuya obra se edita) parece haberse puesto en juego en el cuidado amoroso de esta publicación que es, en sí misma, la actuación más notable de las tesis sobre el tiempo de Paul Virilio (“Debemos reflexionar sobre el ritmo. Como en la música, nuestra sociedad debe reencontrarse con el ritmo. (…) Con el tempo.”). A contrapelo de las marchas del capital y de la velocidad que impone la profesionalización, se juega aquí otra política. Una política del trabajo intelectual y artístico que es también una ética (vale aclararlo: sin pretensiones ostentosas pero tampoco sin modestias).

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De la Actualización marzo- abril 2011/ BazarAmericano.
Lo podes ver aquí.

Unas palabras a Mastronardi / Arnaldo Calveyra

Tardes con ese olor.

Tardes con ese olor, tenían ese olor, olor a esos años, había por las calles ese olor, la poesía, intenta escribir un poema tenía ese olor, olor a zaguanes y más zaguanes, calles de esos barrios, de un barrio de Buenos Aires en particular, el de Primera Junta en particular al salir del subterráneo de la línea A y encaramarme al tranvía en dirección a la calle Thorne (445, 2º A, casa de Carlos Mastronardi), olor yendo de cancel en cancel, insistente, tenaz olor de arquetipo, calles traspasadas a ese olor, en todo caso, por esos años –flamantes años 50– la poesía, el poema, salir en su busca, tenía ese olor.


Y porque en esta tarde de marzo de 2001 está de vuelta en mi pieza.

¿Qué es lo que vuelve memorable un poema?, ¿qué es lo que hace que “La rosa infinita” sea uno de esos poemas a los que se vuelve a lo largo de una vida?, ¿de entre sus componentes cuál y cuáles son los que mejor contribuyen a que los leamos una y otra vez con el mismo deleite?, ¿y de entre esos componentes hay uno, habría uno (¿pero cuál?) que sería la causa central de ese deleite? ¿Qué es, justamente, lo que vuelve memorable los poemas a años de escritos?, ¿se transforman esos poemas en los años, se las arreglan con los años? Demasiado sé que el tiempo destiñe la mayor parte de los poemas que se escriben. Por qué, me pregunto, y estaría tentado de preguntárselo una vez más a usted, querido Mastronardi –querida la persona que usted fue–, en el caso de “La rosa infinita” –un ejemplo entre su obra poética– y como si de un grabado al aguafuerte se tratara, el tejido sigue intacto, intactos el perfume, color, sonido y sentido, luna que le ofrece al niño lo que el niño le pide, sigue brindando lo que le pedimos, intensidad de días y de tardes concentrados a esa luz hecha de palabras sobre una página, intensidad, sí, de tardes (“también sus cariñosos”), ¿es como siempre, como casi siempre, la temperatura de dos palabras puestas a trabajar juntas hasta la incandescencia?, ¿se trata de la temperatura que pueden arrojar esas palabras reunidas por voluntad del poeta?, ¿palabras que se visitan (“flores visitadas”), convertidas en notas musicales en el pentagrama?

¿Aprovechar que usted está en la habitación de al lado para hacerle una vez más –esta vez por escrito– estas preguntas, preguntarle, de paso, por su manera de componer un poema? Pero la frustración no tarda, llega enseguida, casi enseguida al acordarme de su manera de “despersonalizar” el diálogo, de alejar del fuego de su tarea de poeta mi curiosidad posadolescente. Con su gentileza de todos los instantes pero en forma inapelable recuerdo que me respondía: “La literatura es vasta...”. Usted me acercaba el mundo de la poesía pero no le gustaba o no creía formar parte (¿socialmente?) de ese mundo. Durante los diez años en que su generosidad entrañable me paseó por los misterios de la palabra poética –y a veces yo creía estar a punto de saberlo, de develar el enigma pasión mediante–, recuerdo también mi pregunta obstinada de esos años: “¿cómo se aprende a escribir un poema?”, pregunta que mirada desde ahora habría de proceder en línea directa del romanticismo, del siglo XIX, de una idea más o menos clara, más o menos confusa, personal y precipitada, de la inspiración poética complicada en mi caso por una práctica diaria de piano –donde los “resultados” son más inmediatamente tangibles– y por el temor a que ambos aprendizajes pudieran neutralizarse uno con otro.

¿Qué hace que uno vuelva a unos poemas, a unos versos en un poema, a tres palabras en una carta?, ¿se trata de la ausencia de aparato retórico para que en esa ausencia uno pueda poner en juego sus intuiciones del lector? Vacío de aparato retórico, sí, ¿pero y el metro alejandrino de “Luz de provincia”? ¿El alejandrino en “Luz de provincia” como retórica sublimada pero vigente (“el trabajo borra las huellas del trabajo” de Valéry), bastidor, marco transparente ante la vastedad de mundos que el poema convoca, en que el poema se va convirtiendo a medida que nuestra lectura avanza?, ¿los componentes del trinomio ritmo/sentido/tiempo reunidos y vivificados uno con otro, uno gracias al otro, de la mano ya, ritmo que acarrea el sentido, que en gran medida lo engendra y lo propaga para ir a echarse como otro vasto río sobre los diferentes ámbitos del poema, tiempo que deposita su mota de polvo que el sol de la pieza revela, lengua vuelta dialecto por necesidades del poema?, ¿resulta una vez más la dificultad, que es malestar en el principiante, entre fondo y forma?

sentido + ritmo + tiempo

A propósito de la contienda entre fondo y forma, recuerdo que nos paseábamos una tarde por el barrio de Flores cuando en eso nos cruza una dama vestida como un árbol de Navidad al que sólo le faltaran las lucecitas de colores. Usted siguió silencioso pero casi enseguida, levantando una mano dirigida “a nadie” como usted solía, en la semioscuridad de la tarde me dijo, o dijo: “Van al sastre antes que al estilo”.

El tiempo que pasa, que figuró entre sus preocupaciones esenciales, llega a “Luz de provincia” como una respiración que es de inmediato la nuestra de lectores. Así, el venirse de la muerte, que en usted era “tiempo sentido” –a usted le gustaba juntar esas dos palabras–, nunca tiempo cuantitativo, nunca tiempo en rama (en el remitente de una de sus últimas cartas yo puedo leer: Astronardi, tengo el sobre sobre mi mesa), el tiempo como la máscara que un día termina por ser la cara del que la lleva puesta desde el día de su nacimiento. En sus últimos años, en el retiro de Gualeguay, desde una ventana de la casa de su sobrino Jorge Washington Lecuna, usted contemplaba, estoy seguro que con extrañeza y siempre con el mismo asombro, las ventanas de la casa de enfrente donde habían vivido sus abuelos maternos y adonde de niño usted solía ir de visita con sus padres. En suma, la manera de hacer intervenir el tiempo como el sujeto invisible de sus poemas y, más precisamente, su relación con el tiempo, su estarse con el tiempo, su tardarse en el soliloquio y diálogo con el tiempo, su modo activo de ponerse en sus manos, “alguno se tardaba, callado frente al pueblo”, no era sino una de las maneras que usted tenía de tratar con los personajes que día a día se van convirtiendo en personas de la muerte.

Siempre me preguntaré –y los años están lejos de atenuar la pregunta– por la manera en que usted componía sus poemas. Usted nos dejó muchas páginas escritas sobre la cuestión. Pero siempre me preguntaré por su actitud una vez llegado a presencia de la página en blanco. ¿Se trataba, simplemente, de poner en práctica unos preceptos?, ¿de “cultura olvidada pero influyente”? ¿Obtendré esta noche la respuesta o la misma respuesta: “La literatura es vasta”?


____
Tomado de aquí.
A su vez, la referencia bibliográfica sería esta: Calveyra, Arnaldo; (2010) "Unas palabras a Mastronardi" en Mastronardi, Carlos (2010); Mastronardi. Obra Completa. Edición a cargo de Claudia Rosa. 1ª edicion. Ediciones UNL. Santa Fe:2010 p. 11-13


viernes, 21 de junio de 2013

Canto a Paraná / Guillermo Saraví



I

Soy la sombra del bardo gibelino
que sobre el pedestal de un alto monte
detiene su camino,
para volver la vista fatigada
al lejano horizonte
donde levanta la ciudad amada
sus torres y sus muros,
pretendiendo grabar en la mirada
con rasgos indelebles y seguros,
el dichoso espejismo
que nutrirá sus pobres esperanzas
en el agrio dolor del ostracismo.

Mas, no como él, mi amargado exilio
en las duras y estériles andanzas,
puedo aguardar por adorable guía
la inmaterial presencia de Virgilio
aclarando las sombras de la vía,
ni para compensar esta secreta
mezcla interior de lágrimas y hieles,
luciré del altísimo poeta
la diadema de olímpicos laureles.

Arde mi corazón como votiva
lámpara en los altares del Recuerdo,
y el dulce amor que en la oración aviva
la llama de una fé que nunca pierdo,
tiembla en la perla nítida del llanto,
y por la idealidad que no se alcanza
echa al espacio, convertida en canto,
la paloma inmortal de su esperanza!

II

Viento de la llanura
que vas con rumbo a la ciudad distante
cuyo  recuerdo engarza en mi amargura
su nívea claridad, como un diamante:
llévala el salmo de mi amor y díla
de qué manera, en medio de la ausencia,
una lágrima toda transparencia
me lava el corazón y la pupila
que ahora tengo clara,
clara como si en ella
su querida visión se reflejara.

Y tú divina estrella, hermana estrella,
a cuyas inmanencias siderales
quemé, con el carbón de mi querella,
el incienso de tantos madrigales;
tú, la primera que abrirá los ojos
y me verá, como al ensimismado
creyente en oración, caer de hinojos
sobre el camino aún ensangrentado
por las cárdenos fuegos del poniente:
haz que mi alma suplicante ascienda
cuando tu resplandor bese mi frente
que se inclinó hasta el polvo de la senda;
haz que mi alma crezca en el infinito
de su ansiedad tremenda,
para que iluminada de visiones
lance en la yerma soledad el grito
de sus lamentaciones.

III

Viajero: vé en las nubes de la tarde
cómo una mano taumaturga o bruja,
para tu corazón cobarde
el panorama del solar dibuja.

Cegado por el largo desvarío
que a esa celeste realidad te arranca
¿no ves cómo se extiende el caserío
sobre el verde tapiz de la barranca?

¿No divisas la torre delineada
sobre el lienzo infinito,
como un rígido monje de granito
o una enorme oración petrificada?

¿No oyes en el silencio un poco triste
de la hora, como una sobrehumana
conminación, la voz de la campana
que desde niño en tu ciudad oíste?

¿No apresura tu pecho sus latidos
con  emoción intraducible y rara,
como si el gran mutismo se llenara
con la voz de los seres conocidos?

Hoy tendrán una pausa tus pesares;
hoy debe en tu alma despertar el niño
con las reminiscencias familiares
que viven de nostalgia en tu cariño.

Hoy dejarás, sellando a la protesta
tus labios de harmonioso peregrino,
que vaya tu ilusión por el camino
de la ciudad amanecida en fiesta.

Soñarás que tus pasos solitarios
bajo las arboledas habituales,
van por las viejas calles casi iguales
despertando los ecos centenarios…

Y pedirás –magüer esas quimeras
hijas de tu presente desconsuelo, -
un húmedo pedazo de su suelo
donde echar tus despojos cuando mueras.

Doquiera marches, pálido viajero,
y aunque tú lo desdeñes o lo olvides,
como sombra que va por tu sendero
y a quien en vano que se aparte pides,
por más que sufras y por más que llores
y por más que camines y camines,
algo de la heredad de tus mayores
te seguirá hacia todos los confines.



IV

Calles un tanto silenciosas. Plazas
donde jugara mi niñez. Lugares
llenos de sugestiones familiares.
Arboles conocidos. Viejas casas
que abrigan del extinto patriciado
las sombras señoriales
y a cuya piedra se aferró el pasado,
como si no quisiera
trasponer los umbrales
ni abandonar su majestuosa vera…

El parque…. El monumento… La avenida
que en las siestas soleadas del invierno
se llena de bullicio y cobra vida….
El reloj de la casa de gobierno
con su voz indistinta da la hora,
y el alma, que hace tanto la ha escuchado,
se reconcentra en su nostalgia y llora
cual si oyese el acento del pasado…


Allá, la catedral que sobrecoge
con su mole de ensueño y fantasía,
y en cuyas torres la ciudad recoge
los resplandores últimos del día.
Yergue el solemne santo de la entrada
su figura de piedra consagrada….
Y el silencio que vela
en los contornos de la antigua escuela,
parece meditar en los lejanos
tiempos en que el clarín daba su alerta,
cuando iban por allí los veteranos
soldados de Caseros o India Muerta;
en los heroicos tiempos legendarios
de los gorros de manga y la divisa,
y del inevitable ¡Viva Urquiza!
¡Mueran los salvajes unitarios!

El vetusto edificio de la escuela,
cuando el bullicio con la noche amaina,
oye sonar el hierro de una espuela
golpeando en el latón de alguna vaina….

Más de una vez la sombra prodigiosa
del capitán de Vences ha tornado
a la ciudad moderna y bulliciosa
que presintió su numen esforzado,
y desde los balcones
que su escudo han guardado
-como algo suyo que en el hierro queda, -
vió de nuevo pasar los escuadrones
que en Pavón o Cepeda,
como timbre glorioso
de su bravía intrepidez guerrera,
fueron en busca de un lugar honroso
tras su lanza, su poncho y su galera.

Y el otro paladín también ha vuelto,
al viento el poncho colorado suelto,
y erguida con selvática fiereza
la cabeza leonina,
la espléndida cabeza
que se jugó peleando por Delfina…

Han vuelto, sí, los recios paladines
de noble espada o montonera reja,
como si resonara en los clarines
el ronco bronce de la Patria Vieja;
y han vuelto los ilustres congresales
de la Organización, tallas altivas
que se alzarán por siempre redivivas
sobre los venideros pedestales!


V

Y en la ciudad aquella,
donde el ciprés alarga hacia la estrella
que mira con lloroso parpadeo,
su vertical silueta evaporada
como una exhalación de mausoleo,
y donde el alma sacudir quisiera
el yugo del humano cautiverio,
para asomarse a la abismal esfera
donde oculta sus signos el misterio,
también han despertado
silenciosas y pálidas visiones,
al golpear de fuertes aldabones
en las puertas del mundo clausurado.

Allí nuestro dolor un templo tiene,
puesto que ante ese mundo solitario
el alma se persigna y se detiene
como si fuese a entrar en un santuario.

El pasado nos mira desde el fondo
de su silencio impenetrable y hondo.
Un labio en él nos nombra,
otra alma en él por nuestras almas clama,
y el resplandor de una perpetua llama
nos ilumina desde tanta sombra!

Oigamos el llamado
que sube hasta nosotros desde el yerto
y nebuloso limbo impenetrado.
Llega una voz del páramo desierto
que nos manda y conmina.
Para avanzar en el futuro incierto
necesitamos esa voz divina,
necesitamos esa luz!... Primero
caeremos sobre el polvo del sendero,
por donde, con sus cruces y sus palmas,
los de ayer enfrentaron al destino,
para echarnos después por el camino
santificado de las grandes almas!

VI

Ciudad de Paraná, tierra querida:
tiendo hacia tí mis brazos
como para pedirte los pedazos
que guardas de mi vida.

Por más que lejos de tus playas ande
y me arranque de tí la mala estrella,
siempre mi amor te sabe la más bella
y mi orgullo te quiere la más grande,

porque tu escudo que besó el augurio
hace temblar a la legión proterva
y antepones el casco de Minerva
a las alas talares de Mercurio;
porque tus hijos nobles y bravíos
honran la estirpe fuerte,
llevando sin negar hasta la muerte
la indómita arrogancia de Entre Ríos;

porque son tus mujeres, animados
prodigios de estatuaria,
ante quienes su lírica plegaria
rezarán los poetas posternados,
y ante cuyos encantos ideales
dignos de todo amor y toda ofrenda,
revivirá la singular leyenda
de las galanterías medioevales;

porque busco tu cielo, en mi amargura,
con doloroso anhelo,
para ver en la comba de tu cielo
todas las claridades de la altura;
porque al Señor le pido de rodillas
consolar mis angustias postrimeras,
besado por el sol de tus riberas
frente al rojo seibal de tus orillas,
escuchando la voz de aquellas aves
que en las siestas inmóviles oía
cuando de niño, ya mi fantasía
se iba llenando de presagios graves.

Tierra natal, ciudad querida, Meca
soñada de iluso peregrino:
sobre el polvo feliz de tu camino
mi sueño va a rodar como hoja seca.

Pero ¿qué importa que el ensueño ruede
y al polvo vaya como cosa muerta,
mientras en polvo tuyo se convierta
y en tu regazo con mi vida quede?

Ciudad natal: yo sé que cuando vuelva
tendré cabello gris sobre la frente
y sin embargo el corazón sufriente
se alegrará en tu selva,
como el pájaro herido
que alcanza la ventura milagrosa
de morir en su nido.

Y el postrer canto, -la postrer ansiosa
exhalación de voz en mi garganta, -
ritmará con angustia incontenida
una sola palabra sacrosanta:
¡tu eterno nombre, mi ciudad querida!


            En el Centenario de Paraná, 1926

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en Numen Montaraz, Imprenta Lopez. Buenos Aires:1928

sábado, 15 de junio de 2013

Día / Carlos Mastronardi

Estos poemas pertenecen al subtitulo Día del poemario Tierra amanecida (1926). Pese a que aquí se reproduzcan uno luego del otro, vale aclarar que su edición deja el espacio de la hoja en blanco entre cada uno. Dicho esto, podemos pensar que conforman una serie (dado el subtitulo que los agrupa), pero que a su vez poseen cierta autonomía como piezas. 

Madrugada

La aurora se levanta risueña como un chico.
El sol pública y abre llanuras y distancias.
De las barbas gauchescas de los sauces escapan
como frases serenas las primeras bandadas.

Me siento rico en cada yuyito o flor que veo.
La mañana es ferviente como un grillo sonoro.
Voy paciendo emociones… ¡Salud, señores pájaros!
Sacuden horizontes los vientos de mi gozo.



Mañana

El puño del colono revuela como un pájaro
y se abre en numerosas canciones de semillas.
El campo es una mansa palabra del Señor,
y cielo desvelado no es más que su alegría.

Como un cariño nuevo se agranda el firmamento.
Las fáciles llanuras se ahondan cual anhelos.
Y en tanto se desata la luz sobre las eras
mi corazón madruga como la primer labriega.




Mediodía

Camino rumbo a un canto perdido entre las mies.
Toda cosa predica su bellida existencia,
mientras yo las contemplo como quien las rezara.
El nidal de mi pecho, de hermosura se alegra.

Otra cosa no tengo que la tierra y cielo.
Un agüita de grillos por el campo se encrespa.
Y al tornar el labriego con las manos ungidas
la mañana es redonda como el pan de su mesa.






Siesta

Me tendí largo a largo con el sueño en el trébol.
El molino hila un viento haragán y delgado.
Numerosos tractores van cantando distancias.
Una roldana parte la siesta. Lindo el campo.

Dobla sus florecidas marañas el silencio.
Homenajes de luz. Recién hoy he mirado…
El momento persuade como un claro consuelo
y es reposo en las vidas y sosiego en los pastos.


Oración

Mi desgano se entrega largamente al instante.
Los espacios cansinos en nosotros padecen
y la tarde convida cual sabrosa aventura…
Un recuerdo de luz es el campo yacente.

Los confines teatrales desbarrancan el Tiempo.
Minuto tan antiguo que vuelve de la muerte.
La llanura, mendiga de balidos, caduca,
y tal vez una moza por la senda, oscurece…

Noche

La majada del día va dejando vellones.
Espoleado de grillos el silencio galopa.
Por el monte profundo desensilla la noche
nostalgiosa de leguas. La sombra nos perdona.

Se recuestan los sauces en la niebla soñera.
Mi quietud es orilla donde expiran las horas.
En la huraña y ceñida soledad tiembla el rancho
y se enciende lo mismo que una voz cariñosa.


 Medianoche

Los astros hacen rondas en torno del Señor.
Se deshojan los siglos; toda quietud es vieja.
Mi ayer encajonado para siempre en los años
en la paz solitaria me aproxima su ausencia.

Es el mundo olvidado de sí mismo, la noche
que rechaza mis pasos serenados de estrellas.
Calladas aves cruzan buscando la alborada,
y desfilan las ánimas suspirando luciérnagas.








 Las fotos están tomadas del Facebook del grupo musical Perota chingo.-


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de “Tierra amanecida” en Mastronardi, Carlos; Mastronardi. Obra Completa. Edición a cargo de Claudia Rosa 1ª edición. Universidad Nacional del Litoral. Santa Fe: 2010