Los poemas aquí incluídos pertenecen al subtítulo Carne y árbol del libro La mujer de silencio de Juan José Manauta. El libro fue publicado en 1944, y se indica que los poemas fueron escritos entre 1940 y 1943.
El paisaje y el hombre
Todo sube en
la quietud levemente azulada
de esta
infinita mujer de tala y sauce,
esta mujer
de aquí,
asomada al
cielo caído en el río
como un flor
de luz.
La vida
tenue se escapa,
casi
transparente, por las chimeneas de las casitas, loma arriba.
¿Qué será
esto inclinado al paisaje
mirador de
lo verde y lo lejano?
Son tan
tiernos el pájaro y la nube
que en un
momento parecen escucharse y comprenderse,
y la vaca,
como un árbol más del campo,
apenas
vuelve sus ojos, comprendiendo.
Pienso en el
hombre que tiene su raíz en esta tierra,
que alimenta
su mirada hacia las lomas rojizas
y así, con
sus pies nacidos en lo hondo de la hierba,
ha tenido
que ponerle ruedas a su rancho.
Mientras, el
campo sigue bajando hacia el atardecer
y la brisa
pasa como blando cuchillo,
cortándoles
el olor a los retoños.
En cada hoja
ondea un oculto deseo
de abrazar
la tierra y morir
para nacer
nuevo
y seguir
siendo joven, húmeda y brillante.
¡No, no! No
tiene dueños la tierra verdadera:
el chisperío
rojo del seibo ¿para quién florece?
O su hermano
gemelo el cardenal
¿quién le
ordena su canto?...
El río sigue
llevando la tarde
y desata
poco a poco su cinta roja
entre los
juncos amorosos.
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La hora dulce
La calle
crece silenciosa en la hora dulce.
Las pobres
casas gastadas y anchas de la tarde
entibian
nuestro paseo, amigo.
El pueblo va
quedando hundido en el otoño a nuestra espalda
y ahora, los
ranchos, se aferran a su última pobreza.
Restos de
vida estallan en gritos de mujeres
llamando a
sus criaturas, llamando su esperanza
-la conozco.
En el linde nostálgico de la soledad.
El paisaje,
torna a una virilidad adusta, sobria
y el alma de
las gentes en un lento territorio
de sombra
creciente cubierto de recuerdos como flores dominadas.
¡Oh, amigo!
ya estamos en la cercana anunciación de la estrella;
mira los
cercos que acribillan perros miserables y desconocidos.
Ya vamos
sintiendo la fácil tristeza de los niños humildes,
tristeza de
tierra pegada a la carne
como la
muerte descolgada de las hojas caídas.
Amigo, es la
hora dulce y desdichada del pueblo,
su límite de
amor –apenas cubierto de otoño-.
hora de la
canción recogida
y el pulso
descuidado
o el olvido
en las
últimas bocacalles,
hora del
campo recién nacido y tan pobre,
hora de la
guitarra pulsada en lo oscuro.
Un viento
súbito puede arrancar ahora a las puertas voces de abandono
-algunos se
han ido dándole paso al hambre,
Es la hora
dulce,
y las
mujeres tienen desalentada prisa en parir sus hijos
para
llevárselos con el terror en las manos.
Amigo ¿Qué
más?
El camino de
los carros está silencioso.
La tarde ya
ha caído de espaldas en el fango.
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La casa del pez
El río ha
bajado hasta la casa del pez,
en la
barranca.
El paisaje
desciende humilde y pálido,
enhebrado,
en la primavera no lejana.
Hemos mirado
los ranchos color tierra,
ranchos
nacidos, perdidos en la luz y los sauces.
Los peces se
han ido y alguien ha venido anunciando
la pobreza
de aquí, que nos pertenece
y que no
habíamos olvidado por ser nuestra.
¿Qué quieren
decir todas esas palabras inventadas:
lo
interminable y lo lejano?
¡Ah! no han
visto la vida
los que
hablan de las cosas dolientes e invertebradas.
Yo llamo a
los peces ausentes
porque ahora
su casa es mía
y puedo
sentirme pobre como el río y el seibo.
¿De qué
hablan esos? ¿De qué ciudades?
¿Han visto
el dolor, crecer, vivir, escondido?
Ah, sí, es
necesario buscarlo de tan claro y profundo,
de tan
cotidiano y real, es necesario buscarlo
y no
cantarlo –sería injusto-,
morderlo,
arañarlo, cuando el río baja hasta la casa de los peces.
Mi casa, mi
casa, dirían ahora
cuando
vengan las estrellas a llevárselos,
cuando
vengan a romper el agua,
mi casa, que
estaba en el río y marchaba con él.
No puedo
creer que hayáis olvidado los niños,
los niños de
las manos llenas de sueños,
vosotros que
queréis emparejar la tierra,
despojando a
los hombres del corazón y de sus casas,
y fabricar
árboles a la medida de vuestras palabras.
Poetas,
poetas, venid, mirad,
oid correr
la sangre, tocad sólo una hoja
y entonces
tratad de decir algo.
-¿Creéis que
los barcos no marchan arriba de los peces?-
Buscad los
amigos de la ribera,
los colores
que van cambiando, tímidamente, con la tarde,
y esa luz
amarilla que huye hacia arriba,
marinera en
el aire, llana, alargada
y nada será
igual a vuestras antiguas frases
tan impresas
en ediciones y revistas,
Jóvenes,
los peces
han dejado sus casas.
¿Qué pensáis
de esto?
¿Y si los
peces hubieran abandonado el mundo,
qué os
importaría esto?
Ya habéis
escrito vuestra poesía.
(Podré
perdonarme estas palabras, no olvidándolas nunca, sólo así?
Este pueblo
que se achata y desparrama hacia la ribera,
más pobre y
más pobre,
cada vez más
bajo y más cercano,
y que la
tarde se vuelva en la corriente,
termina,
en esta
desierta casa de peces,
cuando el
río ha bajado.
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Kandinsky, Blue (1922)
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Calle de la elegía pobre
Las nubes
miradoras de la tarde dorada, están recordando al parecer.
Desde la
niñez las encuentro así, en primavera,
sobre la
calle y la elegía.
Los cercos
también han retornado –retornan siempre-
al pequeño
florecer, al humilde florecer.
Se pueden
escuchar esta tarde de nuevo,
las jóvenes
risas
y las
muchachas vestidas como la primavera.
El cuerpo de
esta calle es vegetal y ensimismado,
pobre,
cuando va llegando a hundirse en el río.
(El río está
al lado del corazón de las calles).
Un breve
viento mezcla fácilmente los olores
y entonces,
vienen los patios regados,
los pequeños
ruidos femeninos, el mate en la puerta
y la falda
clara, floreada, los vehículos lejanos.
¿Esta es una
calle perdida?
¡Ah no! que
la pobreza ahora está en todas partes
como la
primavera de los huertos.
La gente de
aquí no conoce ni vendedores ni carruajes ahora.
Un perro
vagabundo y la próxima estrella,
nos hablan
de una legítima riqueza, que pisando la pequeña hierba,
ha penetrado
por débiles puertas de alambre,
instalándose,
en antiguos roperos desvencijados.
Además, ya
las campanas
andan
rondando en lentos círculos de amor.
Calle de la
elegía pobre.
¿Nadie ha
pensado seriamente en ella?
Sin embargo,
aquí ha nacido y va a morir la tarde,
y el pueblo
no olvidará que tiene sus atardeceres que vivir,
no olvidará
tampoco sus vagabundos
ni sus
primaveras.
Nada
olvidará el pueblo
que escapa
por aquí sus dulces iras, sus sagrados dolores
en caravanas
de florecillas y de briznas.
Por aquí,
por donde se sueltan los pensamientos jóvenes
durante las
tardes en que la luz se perfecciona.
El río
inventa mil colores y se envejece seriamente.
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La mañana
Sube,
aprendiendo a nacer en la duda de los colores,
la secreta
mañana, como una esperanza.
Esta cándida
hoguera que parece ser mía y sólo mía,
allí donde
mi soledad se ha hecho don de pies a cabeza,
allí, en el
centro de su infinita transparencia,
va siendo de
todos por este consagrado amor
en la mañana
de primavera.
Las luces,
que florecen de fiesta,
se van
orquestando en grandes circuitos
de colores
suaves, dolientes, provincianos.
El ángel ha
venido a anunciarnos la soledad.
La soledad,
la soledad; cada cuál tendrá la suya:
su llama y
su llanto propios;
su llama y
su llanto abanderados;
su llama y
su llanto desprovistos.
Las ojos
verán mañanas y mañanas
más allá y
más acá de lo verde y lo dorado,
de la fábula
y el dolor, de los nacimientos y las sombras.
Ahora la
música es algo adivinado.
Aconteciendo
muy cerca del corazón,
se desata
espontánea y altiva,
y en medio
de su libertad, anuncia
que no
morirá en el corazón de los hombres.
Esta mañana
logra así decirnos algo nuevo
y
seguramente cercano a nuestros ojos:
el diálogo
del terrón y la hoja; de la pobreza y lo olvidado.
(Eso es lo
importante, lo igual, lo solidario).
¡Oh
cabellera de hermandades en esta mañana de colores y dudas!
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Kandinsky, Intime Message (1942)