El regreso
Al final, siempre terminamos
hablando de lo mismo. Cada vez que nos reunimos, cada vez que un acontecimiento
familiar nos reúne (¡es increíble cómo la vida va espaciando los encuentros
familiares!), terminamos hablando de lo mismo. Es como si lo demás no le
importara a nadie, aunque nos esforzamos en mostrarnos interesados por la
salud, el trabajo, los hijos de los otros. Nos demoramos comentando el
invierno, las heladas, la humedad insoportable, los accidentes, los programas
de televisión; puteamos al Gobierno, intercambiamos muertos, paros cardíacos y
recetas, y describimos fiestas y mostramos fotos como medallas sin memoria,
pero, en verdad, lo único que nos interesa es hablar del regreso, lo único que,
en realidad, nos reúne, es el regreso.
Todos estamos pendientes de que
alguien diga “la casa” o cualquier otra cosa: “el molino”, “el galpón”, “el
tajamar”, “las parvas”, “los maizales”. Todos estamos pendientes de que alguien
diga algo que quiera decir “la casa”. Entonces, el tema del regreso vuelve. El
tema del regreso nos junta, nos pone frente a frente, sustituye los rótulos,
los báculos, los títulos, los cálculos, los cúmulos, y nos expone, nos luce
pobres diablos, hermosos pobres diablos con panaderos, pisingallos y cimbras
con perdices y el bosque de la siesta y esa cometa azul que cortó el hilo y fue
a caer, ¡tan luego!, en los linares florecidos.
El tema del regreso nos reúne. Nos
pone en orden la ausencia, nos permite “la casa”: el siglo de la vida y el
verano… Y nos acordamos de la galería, del banco largo, de la escopeta que no
nos dejaban tocar, de la vez que una yarará mordió al perrito que sólo Francisca,
la mayor, recuerda cómo se llamaba. Nos acordamos de la higuera y de los
perales que nunca daban frutas, esos perales altos, tan altos y tan viejos, tan
sin nada, tan ellos hacia arriba. Nos acordamos de la abuela, del desvelo de la
abuela que se le daba por barrer o por regar las plantas o darle de comer a las
gallinas, a las dos o a las tres de la mañana… Nos acordamos del mate cocido
bajo los paraísos, después de la siesta que nos imponía “La solapa”. Nos
acordamos de aquella noche en que las luciérnagas invadieron, como nunca, el
campo, y nos quedamos levantados hasta tarde, sólo para ver esas chispitas,
esos papelitos encendidos que no pudimos encontrar, al otro día, por más que
buscamos y buscamos… Nos acordamos de una tormenta de Santa Rosa, del corderito
con que Helena jugaba como si fuera una muñeca; del pesebre que Mirta hizo con
chalas de maíz; de la tiza que Hilda trajo de la escuela, con la que escribió
en una chapa la palabra “mamá” y la palabra “oso”, tan ajena a las liebres y a
los potrillos y a los terneritos…
Nos acordamos. Nos reímos y nos
prometemos el regreso, hasta que, invariablemente, nos vamos poniendo tristes,
silenciosos, como si la memoria común se dispersara y a cada uno tocara sólo un
pedacito íntimo que procuramos proteger. El pedacito propio, borrado para los
otros, porque no estaba en los sucesos, en los juegos comunes, en las aventuras
o en los mínimos quehaceres compartidos, sino en algo que ni entonces, ni
ahora, sabríamos definir. Porque, ¿qué significaba el viento en el molino, para
María o para Helena? ¿Era lo mismo el repentino florecer de los ciruelos, para
Manuel y para Francisca? ¿Quién de nosotros podría haber sentido lo mismo que
la pequeñita Albertina, cuando acariciaba la pelusa amarilla de los pollitos?
¿Qué suavidad o qué tibieza, cuando los frotaba contra su carita paspada, que
no pudo llegar a contarnos nunca? ¿Quién podría, en verdad, reconstruir los
mínimos y, acaso, imperceptibles movimientos del alma? ¿Quién podría retener en
el mundo nuestras imágenes de entonces?... Yo creo recordar la vocecita de
Albertina, pero ¿cómo decirle a Helena la vocecita de Albertina? ¿Cómo decir
los ojos de Manuel, cuando me había subido al techo del galpón y él me buscaba,
desorientado, por todas partes? ¿Cómo saber los pies, los pasos, la mirada, el
pensamiento de María, cuando la llevaron al pueblo, a la casa de las tías, para
que fuera al colegio, y se volvió, al otro día, caminando solita sin decir nada
a nadie?
Pero, igual, nos prometemos el
regreso. Nos juramos el regreso. Pero no la simpleza de decir “volvamos a vivir
en la casa”, sino el posible “¿Por qué no vamos a mirar la casa?”. Una
excursión. Ya somos grandes, no nos vamos a engañar. “Vamos, un día, y la
vemos, nos sacamos unas fotos y…”, pero siempre encontramos una excusa para que
no sea esta vez, sino la próxima.
Nuestro padre fue el último que vio
“la casa”, es decir, fue el único que la volvió a ver, y nunca conseguimos que
nos hablara de ella. Nos negó esa imagen. Él, que nos daba todo, nos negó esa
imagen. Pobre padre, acaso temiera perderla si la compartía. Tal vez pudo
pensar que se le borraría del todo si la mencionaba…
Veo, en mis hermanos, las partes de
mi padre: Manuel se le parece bastante, sentado ahí, en un rincón, con la
cabeza gacha y ese traje antiguo que se ha puesto y le hace caer más los
hombros y lo vuelve más triste y más hermano. Helena ha entrado con un ramito
de fresias y no sabe dónde ponerlo. María fue a buscar café y Francisca,
sentada aquí a mi lado, tal vez piensa que María, quizás, se fue a buscar el
cuadernos que olvidó en el banco del colegio cuando se volvió solita y sin
decir nada a nadie, caminando las cinco leguas, las eternas cinco leguas que
existieron y existen entre el pueblo y nuestra infancia…
Y yo me acuerdo de Albertina, la
pequeñita Albertina, frotando los pollitos contra su carita paspada…y pienso
que esta tarde, cuando volvamos del cementerio, antes de despedirnos, alguien,
uno de nosotros mencionará “la casa” o “el molino” o “el galpón” o “el
tajamar”…y nos prometeremos que la próxima vez que nos encontremos iremos
juntos a pasar un día en la casa de nuestra infancia, y nos acordaremos de la
galería, del banco largo, de las parvas, de la escopeta que no nos dejaban
tocar, del desvelo de la abuela y de la noche en que las luciérnagas, como
nunca, invadieron el campo y nos quedamos levantados hasta tarde.
[Fotografía de Darío Chano]
La bicicleta de Emilce
Es posible, sí. Aunque ahora que lo pienso bien
me pregunto si son necesarias todas las respuestas, es decir si, en realidad,
queremos todas las respuestas, si las necesitamos o si es preferible, no sé,
dejar unos espacios -algo así como unos respiraderos- para que la vida suceda,
de vez en cuando, no prestarse demasiada atención; para que la vida suceda no
tan visible y espectante, no tan expuesta; para sentirnos vivir, pienso, se me
ocurre, como si recién nos levantáramos una mañana luminosa, en el campo, hace
muchos años…o como si, de golpe, abriéramos los ojos y estuviésemos en una
callecita remota que creíamos olvidada, y viniera, desde allá, indefinible todavía,
pero presentidamente nítida; como si viniera, digo, aunque aparentemente
inmóvil, pero revelada ya, como una evanescente pintura impresionista, en el
sopor, en los espejismos de la siesta… de una siesta de verano. Como si
viniera, rítmica, delicada e inconfundiblemente rítmica, pedaleando, como una
música en bicicleta, Emilce. Como una melodía pedaleante –si pudiera decirse
así-, pedaleándonos a la bicicleta y a mí, a los dos, en direcciones opuestas,
hasta hacernos converger un instante… el instante preciso en que pasaba
enfrente de mi casa y mis ojos se anulaban en los suyos y la infancia me salía
a tropezones, desbaratando la pretendida pose adolescente, el ademán ensayado,
el gesto largamente practicado en el espejo.
Emilce. Excesivamente mayor para mis años,
aunque, entonces, claro, no podía comprenderlo, y ahora no querría. Porque no
sólo son inútiles, sino –y sobre todo- ásperas, decididamente ásperas e
irritantes –como afeitarse a contrapelo y en seco- las explicaciones a
destiempo.
Y qué necesidad tenemos, qué derecho, de
envalentonarnos y entrar a escena con veinte, veinticinco años de distancia, y
decirnos en pleno encantamiento: “¿Es excesivamente mayor?”.
Y, entonces, la callecita remota y la
bicicleta, aunque todavía no es una bicicleta, sino una apenas perceptible
modificación del aire, allá… Algo que se corresponde con la luz y aún no puede
apreciarse a simple vista, pero que ya empieza a ser una impaciencia, el
cosquilleo de una fiesta secreta, secretísima y sola. Entonces, digo, el esperado
pedaleo, la dicha pedaleante se esfuma o no avanza, no, nunca, o se vuelve, se
vuelve sin llegar a esbozo siquiera, y entonces no la convergencia, no el
instante enfrente de la casa, no mirar de reojo sus piernas, sus músculos
suaves y armoniosos y tensos, al afirmar el pie en el pedal; no el perfecto
sonido del piñón al girar los pedales al revés para hacer más límpido su pasaje
por mis ojos…
¿Qué incomprensible derecho nos lleva a
inmiscuirnos, miles y miles de páginas después, en ese inocente borrador que
debiera permanecer cifrado, ilegible, ajeno a los menoscabos del hastío?
Viniendo, desde allá, imprecisable todavía,
pero íntimamente nítida, sin una forma definida aún, pero ya danza en bicicleta
o bicicleta danzante, si pudiera decirse. Viniendo, como si algo nos soplara
suavemente, en la ansiedad, expandiéndola en círculos concéntricos, en círculos
cada vez más extendidos, pero, también, más tímidos y frágiles, tan frágiles y
tímidos que, casi al punto de rozarla, se replegasen para aguardar en el sopor,
bajo los eucaliptos, el sonido acariciante del piñón girando al revés. La
bicicleta musical, y Emilce, Emilce dejándome encendido e inmóvil en el centro
del mundo.
Es posible, sí, que ocurran otras cosas: que
algunos dejen de venir a la casa, que los mayores empiecen a hablar como
escondiéndose y nos excluyan –lo que es una ventaja claro, porque hay más
tiempo para estar bajo los eucaliptos-, “pero no se vayan lejos”… Es posible,
aunque inexplicable, que quemen esos libros, que la vecina, que lo sabe todo,
diga: “En algo deben haber andado”.
Es posible, sí. Pero yo igual, tenía que
esperar… aunque ayer no hubiese pasado, ni el martes, ni el lunes, ni la otra
semana…tengo que esperar que alguna vez, una vez sola, al menos, por esos
espacios que preferimos no llenar con las respuestas, desde allá, indefinible
todavía, aparentemente inmóvil, como una evanescente figura impresionista,
excesivamente mayor…aunque, acaso, ahora no, digo, Emilce, en su bicicleta,
como una melodía pedaleante, en el sopor, en los espejismos de una siesta de
verano.
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en La dama con el unicornio (1998) 1ª edición. Editorial de Entre Ríos. Paraná:1998
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