domingo, 1 de septiembre de 2013

El regreso - La bicicleta de Emilce / Juan Manuel Alfaro


El regreso

Al final, siempre terminamos hablando de lo mismo. Cada vez que nos reunimos, cada vez que un acontecimiento familiar nos reúne (¡es increíble cómo la vida va espaciando los encuentros familiares!), terminamos hablando de lo mismo. Es como si lo demás no le importara a nadie, aunque nos esforzamos en mostrarnos interesados por la salud, el trabajo, los hijos de los otros. Nos demoramos comentando el invierno, las heladas, la humedad insoportable, los accidentes, los programas de televisión; puteamos al Gobierno, intercambiamos muertos, paros cardíacos y recetas, y describimos fiestas y mostramos fotos como medallas sin memoria, pero, en verdad, lo único que nos interesa es hablar del regreso, lo único que, en realidad, nos reúne, es el regreso.
Todos estamos pendientes de que alguien diga “la casa” o cualquier otra cosa: “el molino”, “el galpón”, “el tajamar”, “las parvas”, “los maizales”. Todos estamos pendientes de que alguien diga algo que quiera decir “la casa”. Entonces, el tema del regreso vuelve. El tema del regreso nos junta, nos pone frente a frente, sustituye los rótulos, los báculos, los títulos, los cálculos, los cúmulos, y nos expone, nos luce pobres diablos, hermosos pobres diablos con panaderos, pisingallos y cimbras con perdices y el bosque de la siesta y esa cometa azul que cortó el hilo y fue a caer, ¡tan luego!, en los linares florecidos.
El tema del regreso nos reúne. Nos pone en orden la ausencia, nos permite “la casa”: el siglo de la vida y el verano… Y nos acordamos de la galería, del banco largo, de la escopeta que no nos dejaban tocar, de la vez que una yarará mordió al perrito que sólo Francisca, la mayor, recuerda cómo se llamaba. Nos acordamos de la higuera y de los perales que nunca daban frutas, esos perales altos, tan altos y tan viejos, tan sin nada, tan ellos hacia arriba. Nos acordamos de la abuela, del desvelo de la abuela que se le daba por barrer o por regar las plantas o darle de comer a las gallinas, a las dos o a las tres de la mañana… Nos acordamos del mate cocido bajo los paraísos, después de la siesta que nos imponía “La solapa”. Nos acordamos de aquella noche en que las luciérnagas invadieron, como nunca, el campo, y nos quedamos levantados hasta tarde, sólo para ver esas chispitas, esos papelitos encendidos que no pudimos encontrar, al otro día, por más que buscamos y buscamos… Nos acordamos de una tormenta de Santa Rosa, del corderito con que Helena jugaba como si fuera una muñeca; del pesebre que Mirta hizo con chalas de maíz; de la tiza que Hilda trajo de la escuela, con la que escribió en una chapa la palabra “mamá” y la palabra “oso”, tan ajena a las liebres y a los potrillos y a los terneritos…
Nos acordamos. Nos reímos y nos prometemos el regreso, hasta que, invariablemente, nos vamos poniendo tristes, silenciosos, como si la memoria común se dispersara y a cada uno tocara sólo un pedacito íntimo que procuramos proteger. El pedacito propio, borrado para los otros, porque no estaba en los sucesos, en los juegos comunes, en las aventuras o en los mínimos quehaceres compartidos, sino en algo que ni entonces, ni ahora, sabríamos definir. Porque, ¿qué significaba el viento en el molino, para María o para Helena? ¿Era lo mismo el repentino florecer de los ciruelos, para Manuel y para Francisca? ¿Quién de nosotros podría haber sentido lo mismo que la pequeñita Albertina, cuando acariciaba la pelusa amarilla de los pollitos? ¿Qué suavidad o qué tibieza, cuando los frotaba contra su carita paspada, que no pudo llegar a contarnos nunca? ¿Quién podría, en verdad, reconstruir los mínimos y, acaso, imperceptibles movimientos del alma? ¿Quién podría retener en el mundo nuestras imágenes de entonces?... Yo creo recordar la vocecita de Albertina, pero ¿cómo decirle a Helena la vocecita de Albertina? ¿Cómo decir los ojos de Manuel, cuando me había subido al techo del galpón y él me buscaba, desorientado, por todas partes? ¿Cómo saber los pies, los pasos, la mirada, el pensamiento de María, cuando la llevaron al pueblo, a la casa de las tías, para que fuera al colegio, y se volvió, al otro día, caminando solita sin decir nada a nadie?
Pero, igual, nos prometemos el regreso. Nos juramos el regreso. Pero no la simpleza de decir “volvamos a vivir en la casa”, sino el posible “¿Por qué no vamos a mirar la casa?”. Una excursión. Ya somos grandes, no nos vamos a engañar. “Vamos, un día, y la vemos, nos sacamos unas fotos y…”, pero siempre encontramos una excusa para que no sea esta vez, sino la próxima.
Nuestro padre fue el último que vio “la casa”, es decir, fue el único que la volvió a ver, y nunca conseguimos que nos hablara de ella. Nos negó esa imagen. Él, que nos daba todo, nos negó esa imagen. Pobre padre, acaso temiera perderla si la compartía. Tal vez pudo pensar que se le borraría del todo si la mencionaba…
Veo, en mis hermanos, las partes de mi padre: Manuel se le parece bastante, sentado ahí, en un rincón, con la cabeza gacha y ese traje antiguo que se ha puesto y le hace caer más los hombros y lo vuelve más triste y más hermano. Helena ha entrado con un ramito de fresias y no sabe dónde ponerlo. María fue a buscar café y Francisca, sentada aquí a mi lado, tal vez piensa que María, quizás, se fue a buscar el cuadernos que olvidó en el banco del colegio cuando se volvió solita y sin decir nada a nadie, caminando las cinco leguas, las eternas cinco leguas que existieron y existen entre el pueblo y nuestra infancia…
Y yo me acuerdo de Albertina, la pequeñita Albertina, frotando los pollitos contra su carita paspada…y pienso que esta tarde, cuando volvamos del cementerio, antes de despedirnos, alguien, uno de nosotros mencionará “la casa” o “el molino” o “el galpón” o “el tajamar”…y nos prometeremos que la próxima vez que nos encontremos iremos juntos a pasar un día en la casa de nuestra infancia, y nos acordaremos de la galería, del banco largo, de las parvas, de la escopeta que no nos dejaban tocar, del desvelo de la abuela y de la noche en que las luciérnagas, como nunca, invadieron el campo y nos quedamos levantados hasta tarde.



[Fotografía de Darío Chano]


La bicicleta de Emilce
Es posible, sí. Aunque ahora que lo pienso bien me pregunto si son necesarias todas las respuestas, es decir si, en realidad, queremos todas las respuestas, si las necesitamos o si es preferible, no sé, dejar unos espacios -algo así como unos respiraderos- para que la vida suceda, de vez en cuando, no prestarse demasiada atención; para que la vida suceda no tan visible y espectante, no tan expuesta; para sentirnos vivir, pienso, se me ocurre, como si recién nos levantáramos una mañana luminosa, en el campo, hace muchos años…o como si, de golpe, abriéramos los ojos y estuviésemos en una callecita remota que creíamos olvidada, y viniera, desde allá, indefinible todavía, pero presentidamente nítida; como si viniera, digo, aunque aparentemente inmóvil, pero revelada ya, como una evanescente pintura impresionista, en el sopor, en los espejismos de la siesta… de una siesta de verano. Como si viniera, rítmica, delicada e inconfundiblemente rítmica, pedaleando, como una música en bicicleta, Emilce. Como una melodía pedaleante –si pudiera decirse así-, pedaleándonos a la bicicleta y a mí, a los dos, en direcciones opuestas, hasta hacernos converger un instante… el instante preciso en que pasaba enfrente de mi casa y mis ojos se anulaban en los suyos y la infancia me salía a tropezones, desbaratando la pretendida pose adolescente, el ademán ensayado, el gesto largamente practicado en el espejo.
Emilce. Excesivamente mayor para mis años, aunque, entonces, claro, no podía comprenderlo, y ahora no querría. Porque no sólo son inútiles, sino –y sobre todo- ásperas, decididamente ásperas e irritantes –como afeitarse a contrapelo y en seco- las explicaciones a destiempo.
Y qué necesidad tenemos, qué derecho, de envalentonarnos y entrar a escena con veinte, veinticinco años de distancia, y decirnos en pleno encantamiento: “¿Es excesivamente mayor?”.
Y, entonces, la callecita remota y la bicicleta, aunque todavía no es una bicicleta, sino una apenas perceptible modificación del aire, allá… Algo que se corresponde con la luz y aún no puede apreciarse a simple vista, pero que ya empieza a ser una impaciencia, el cosquilleo de una fiesta secreta, secretísima y sola. Entonces, digo, el esperado pedaleo, la dicha pedaleante se esfuma o no avanza, no, nunca, o se vuelve, se vuelve sin llegar a esbozo siquiera, y entonces no la convergencia, no el instante enfrente de la casa, no mirar de reojo sus piernas, sus músculos suaves y armoniosos y tensos, al afirmar el pie en el pedal; no el perfecto sonido del piñón al girar los pedales al revés para hacer más límpido su pasaje por mis ojos…
¿Qué incomprensible derecho nos lleva a inmiscuirnos, miles y miles de páginas después, en ese inocente borrador que debiera permanecer cifrado, ilegible, ajeno a los menoscabos del hastío?
Viniendo, desde allá, imprecisable todavía, pero íntimamente nítida, sin una forma definida aún, pero ya danza en bicicleta o bicicleta danzante, si pudiera decirse. Viniendo, como si algo nos soplara suavemente, en la ansiedad, expandiéndola en círculos concéntricos, en círculos cada vez más extendidos, pero, también, más tímidos y frágiles, tan frágiles y tímidos que, casi al punto de rozarla, se replegasen para aguardar en el sopor, bajo los eucaliptos, el sonido acariciante del piñón girando al revés. La bicicleta musical, y Emilce, Emilce dejándome encendido e inmóvil en el centro del mundo.
Es posible, sí, que ocurran otras cosas: que algunos dejen de venir a la casa, que los mayores empiecen a hablar como escondiéndose y nos excluyan –lo que es una ventaja claro, porque hay más tiempo para estar bajo los eucaliptos-, “pero no se vayan lejos”… Es posible, aunque inexplicable, que quemen esos libros, que la vecina, que lo sabe todo, diga: “En algo deben haber andado”.
Es posible, sí. Pero yo igual, tenía que esperar… aunque ayer no hubiese pasado, ni el martes, ni el lunes, ni la otra semana…tengo que esperar que alguna vez, una vez sola, al menos, por esos espacios que preferimos no llenar con las respuestas, desde allá, indefinible todavía, aparentemente inmóvil, como una evanescente figura impresionista, excesivamente mayor…aunque, acaso, ahora no, digo, Emilce, en su bicicleta, como una melodía pedaleante, en el sopor, en los espejismos de una siesta de verano.



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en La dama con el unicornio (1998) 1ª edición. Editorial de Entre Ríos. Paraná:1998



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