Cada vez que
los dos horneros, en pareja, chillan a su turno, como si conversaran, el
abuelo, si está chupando el mate, deja la bombilla y los mira; si está con la
pava en la mano, la pone sobre las brasas y otra vez los mira. El abuelo está
sentado en un banquito enano y hace espaldas a la pared del rancho que da al
río porque es de mañana. Sólo de mañana los horneros chillan así, con esa
alegría. Ellos también se cansan, y debe ser de mañana cuando mejor trabajan.
Además, como estamos en setiembre —que es el tiempo de las pandorgas—, el nido
está casi hecho y los pájaros deben de estar contentos, como yo, cuando le
pongo los flecos a un barrilete y ya no me queda por hacer más que los tiros y
la cola.
Estoy
tratando de hacer una pandorga porque ya es el tiempo. Ando todavía por el
armazón de lo que será, si llego a conseguir papel de seda, un lindo medio
mundo, con las estrellas y los orejones para arriba y los flecos debajo. Pero,
a causa del papel de seda, no tengo apuro. Afiné las cañas como nunca,
deshilaché una bolsa que me dio el abuelo (no tenía cómo comprarme piola) y até
con fuerza los dos cuadros.
Los horneros
siguen chillando, y ahora yo también suspendo mi trabajo, no por ellos tal vez,
sino por ver si el abuelo sigue interrumpiendo su mate. A veces no miro al
abuelo y miro directamente a los horneros porque ellos están alegres, trabajan
con apuro, y yo, no. Del abuelo nunca se sabe si está triste o alegre.
Como lo he
mirado varias veces, hoy me ha parecido que tiene más arrugas y más barba que
antes; me pareció más serio, casi enojado, o triste.
¿Será por
eso que mira a los horneros como si nunca los hubiese visto?
Ya tengo
casi hecho el armazón, pero no me apuro y no me apuro. ¿Para qué? Las cañas
están lustrosas de tanto alisarlas con el cuchillo. No me apuro porque no tengo
papel de seda y no veo cómo conseguirlo, porque el abuelo ya me dijo anoche que
no tenía plata y hoy no ha podido vender un solo pescado. Tampoco apareció
nadie por el río.
No pienso
hacer mi medio mundo con papel de diario o de estraza. Sería una vergüenza, y
me saldría un empacho que no remontaría ni con tormenta. Entonces, como no
tengo nada que hacer, yo también me pongo a mirar cómo trabajan los horneros.
¿En qué
piensa el abuelo?
Yo pienso,
después de mirarlos un buen rato, que los horneros tienen barro y paja de sobra
para hacer el nido, y que por eso están alegres.
El abuelo me
mira. Le brillan los ojos como si estuviera por llorar, pero el abuelo no
llora, nunca llora. Él sabe que no podré terminar la pandorga. Anoche hablamos
de eso, del papel de seda, y el abuelo nunca habla.
Como el
abuelo me mira, dejo el armazón, me acerco al viejo y me siento en el suelo
junto a él. Los dos tal vez estemos tristes, pero seguimos mirando cómo
trabajan y chillan los horneros...
en Cuentos para la Doña Dolorida (1961)
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Extraído de aquí.
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