domingo, 1 de septiembre de 2013

Balada del llorador / Juan José Manuta


Llegué a las Tres Bocas con la contrata de llorar sin toalla, como es mi oficio, en el velorio de doña Duclesia Sagastume, que en paz descanse.
Usted sabe: la muerte es una sola y nos abraza a todos. Yo únicamente pude equivocarme de nombre…
No conocía las Tres Bocas. Hacia el poniente, había llegado no más que hasta la Puerta de Crespo en mis tardanzas de guitarrero y llorador. Tres Bocas está más allá. No lejos, pero más al Oeste.
Me habían dicho:
“En cuanto llegue a Tres Bocas, divisará el velorio, porque se oirá música y habrá caballos y sulkys junto al alambrado, y hasta algún automóvil, si a mano viene.”
-Me llamo Tereso Alegre –le dije al hombre que me atajó-. Un tal Dunar, el dueño del camión, me ha dicho: “Aquí es Tres Bocas. Yo sigo hasta Victoria.”
Me abajé. Llevaba la guitarra colgada al hombro (siempre sé llevarla), y con mis ojos vi esos caballos atados a soga y los aperos sobre el alambre; sulkys de dos tiros, que vendrían de lejos; perros, como en cualquier velorio. Todo eso vi, y era un velorio. Ni golpié las manos. Entré. Los muertos, cuentan, no ven ni oyen. Eso creen.
-Soy el llorador sin toalla que han pedido –le dije a ese primer hombre-; y guitarrero, por si fuera gustoso.
-No quiero música. Pase.
Estaban de lloradera cuatro viejas de luto con las caras tan tapadas que ni parecían llorar, como si con ese treno velaran a una perra y no a una cristiana. Se entiende: esas mujeres no lloran de verdad. Se tapan los ojos no para ocultar las lágrimas, sino al revés, para figurar que están llorando. Las lágrimas, cuando salen, naides las puede ocultar. Tienen que verse y brillar, y con ese brillo decir que alguien nos ha dejado; que no se llora por él, sino por nosotros, los que aquí quedamos. Está escrito.
-Retírensen –les dijo el hombre-. Ha llegado don Tereso Alegre, un llorador sin toalla.
Parecía un bastonero ordenando los pasos de un baile. Como si dijese: “un molinete con la contraria, ¡áura!”, o cosa igual: “dentren los con toalla y salgan los demás”.
A la cabecera de la muerta, Jesús chico dormía en brazos de su madre, la María.
Me alivié de los tientos y dejé la guitarra (no fuera a incomodar) arrecostada contra la pared del rancho.
Se hizo un silencio mientras yo me ponía a pensar en doña Duclesia Sagastume, y en que, como dice Fierro: “Es triste dejar sus pagos / y largarse a tierra ajena.”
La miré un rato. El pecho se me enllenó de gentileza.
-Doña Duclesia Sagastume –pronuncié en voz muy suave. Fui repitiendo el nombre, cada vez más fornido, para que todos lo oyeran y pudieran considerarla hasta sin mirar, verla cantar y reír, dolerse, trabajar y sufrir, como cuando todavía no era pura osamenta.
La primera lágrima asomó a mis ojos, brilló, y empujada por otras que venían detrás, se hinchó, y últimamente resbaló por mi cara. Se la mostré a la concurrencia como se debe, como hacen los buenos, sin ocultarles nada y en redondo. Cuando con mi vista llegué de nuevo a la finada, oigo que me habla:
“No soy Duclesia. Yo soy Gudelia.”
Al mismo tiempo, la mano del bastonero que se apoya en mi hombro y que me dice:
-La finada no es Duclesia Sagastume, sino Gudelia Sagastume.
¡Dios!
-Perdonenmén –le dije a todo cuando allí había, contando a la muerta-, me he desacertado de nombre. Entendía Duclesia…
“¡Yo soy Gudelia y no Duclesia!” –seguía quejándose la muerta, en un gemir que repletaba mi adentro. A la final, a mí también empezó a judearme aquel nombre.
El bastonero me sacó del patio y yo miré hacia mi guitarra.
-No se aflija. Nadie la tocará.
-Si esa señora no era Duclesia, sino Gudelia, sería la primera y última vez que yo abochorne a un difunto en los años que tengo de llorador –le dije-. Por miramiento, debo retirarme.
-¡Que ni Dios permita! Yo soy el entenado político de doña Gudelia, acompañado de su criada, la Doralia, que no topa consuelo. Ella ha podido ver y oír, y yo también, que usted llora como la gente, con sentimiento y congoja. Nos la ha mostrado como cuando era viva.
-Pero yo he estado invocando a una tal Duclesia.
-No importa: Gudelia y Duclesia eran hermanas mellizas, iguales como dos lágrimas. Se parecían en todo. Lo que una deseaba, lo quería la otra. Duclesia vivía a menos de media legua de aquí, a la salida de Tres Bocas. Las dos han muerto el mismo día.
-Como quien dice, mellizas hasta el fin.
-Usted lo ha dicho: de nacer y morir, a más casadas con el mismo marido, don Apolinario Sagastume, mi suegro, que Dios lo tengo en su santa gloria…
Le juro que me costó entender, y debo de haber puesto una cara como la del que asó la manteca, pero ya verá que es corto de explicar:
Duclesia y Gudelia Cosundino, por parte de madre (no se sabía de padre), habían nacido y muerto el mismo día, a la misma hora y habían muerto el mismo día, a la misma hora, y habían amado a un mismo hombre.
Don Apolinario Sagastume, que les dio el apellido, según supe saber, fue a la iglesia de Arroyo Clé a casarse con las dos. Los tres venían desde lo más tupido de los montes de Brache, que es como decir la cola de esa enorme serpiente que era la selva de Montiel en ese entonces. El cura de Arroyo Clé los quiso apostolizar y empezó por negarles ese doble sacramento, pero después de indagar, lo casó solamente con Gudelia, porque ésta, por lo menos, tenía una entenada en su casa, la Doralia (una criatura entonces), que era la actual mujer del bastonero.
Don Apolinario Sagastume siguió siéndoles fiel a las dos, porque él también las amaba, pero Duclesia, ofendida, rompió para siempre con su gemela, y allí empezó un rencor que les duró toda la vida.
Las dos enviudaron a la misma vez, y apartadas murieron del mismo amor y el mismo encono.
El bastonero me porfió:
-Quédese, don Tereso. Entre. Se le pagará como es justo.
-Usted debe saber que yo no cobraría por esto.
Todo el velorio, menos la muerta, había salido del rancho, y aguardando la resulta de nuestra conversación, nos miraba.
Lo pensé un largo rato; entonces le dije:
-Si me quedo, lloraré por las dos.



 en Disparos en la calle (1985)

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