Llegué a las
Tres Bocas con la contrata de llorar sin toalla, como es mi oficio, en el
velorio de doña Duclesia Sagastume, que en paz descanse.
Usted sabe:
la muerte es una sola y nos abraza a todos. Yo únicamente pude equivocarme de
nombre…
No conocía
las Tres Bocas. Hacia el poniente, había llegado no más que hasta la Puerta de
Crespo en mis tardanzas de guitarrero y llorador. Tres Bocas está más allá. No
lejos, pero más al Oeste.
Me habían
dicho:
“En cuanto
llegue a Tres Bocas, divisará el velorio, porque se oirá música y habrá
caballos y sulkys junto al alambrado, y hasta algún automóvil, si a mano viene.”
-Me llamo
Tereso Alegre –le dije al hombre que me atajó-. Un tal Dunar, el dueño del
camión, me ha dicho: “Aquí es Tres Bocas. Yo sigo hasta Victoria.”
Me abajé.
Llevaba la guitarra colgada al hombro (siempre sé llevarla), y con mis ojos vi
esos caballos atados a soga y los aperos sobre el alambre; sulkys de dos tiros,
que vendrían de lejos; perros, como en cualquier velorio. Todo eso vi, y era un
velorio. Ni golpié las manos. Entré. Los muertos, cuentan, no ven ni oyen. Eso
creen.
-Soy el
llorador sin toalla que han pedido –le dije a ese primer hombre-; y guitarrero,
por si fuera gustoso.
-No quiero
música. Pase.
Estaban de
lloradera cuatro viejas de luto con las caras tan tapadas que ni parecían
llorar, como si con ese treno velaran a una perra y no a una cristiana. Se
entiende: esas mujeres no lloran de verdad. Se tapan los ojos no para ocultar
las lágrimas, sino al revés, para figurar que están llorando. Las lágrimas,
cuando salen, naides las puede ocultar. Tienen que verse y brillar, y con ese
brillo decir que alguien nos ha dejado; que no se llora por él, sino por
nosotros, los que aquí quedamos. Está escrito.
-Retírensen –les
dijo el hombre-. Ha llegado don Tereso Alegre, un llorador sin toalla.
Parecía un
bastonero ordenando los pasos de un baile. Como si dijese: “un molinete con la
contraria, ¡áura!”, o cosa igual: “dentren los con toalla y salgan los demás”.
A la
cabecera de la muerta, Jesús chico dormía en brazos de su madre, la María.
Me alivié de
los tientos y dejé la guitarra (no fuera a incomodar) arrecostada contra la
pared del rancho.
Se hizo un
silencio mientras yo me ponía a pensar en doña Duclesia Sagastume, y en que,
como dice Fierro: “Es triste dejar sus
pagos / y largarse a tierra ajena.”
La miré un
rato. El pecho se me enllenó de gentileza.
-Doña
Duclesia Sagastume –pronuncié en voz muy suave. Fui repitiendo el nombre, cada
vez más fornido, para que todos lo oyeran y pudieran considerarla hasta sin
mirar, verla cantar y reír, dolerse, trabajar y sufrir, como cuando todavía no
era pura osamenta.
La primera
lágrima asomó a mis ojos, brilló, y empujada por otras que venían detrás, se
hinchó, y últimamente resbaló por mi cara. Se la mostré a la concurrencia como
se debe, como hacen los buenos, sin ocultarles nada y en redondo. Cuando con mi
vista llegué de nuevo a la finada, oigo que me habla:
“No soy
Duclesia. Yo soy Gudelia.”
Al mismo
tiempo, la mano del bastonero que se apoya en mi hombro y que me dice:
-La finada
no es Duclesia Sagastume, sino Gudelia Sagastume.
¡Dios!
-Perdonenmén
–le dije a todo cuando allí había, contando a la muerta-, me he desacertado de nombre.
Entendía Duclesia…
“¡Yo soy
Gudelia y no Duclesia!” –seguía quejándose la muerta, en un gemir que repletaba
mi adentro. A la final, a mí también empezó a judearme aquel nombre.
El bastonero
me sacó del patio y yo miré hacia mi guitarra.
-No se
aflija. Nadie la tocará.
-Si esa
señora no era Duclesia, sino Gudelia, sería la primera y última vez que yo
abochorne a un difunto en los años que tengo de llorador –le dije-. Por
miramiento, debo retirarme.
-¡Que ni
Dios permita! Yo soy el entenado político de doña Gudelia, acompañado de su
criada, la Doralia, que no topa consuelo. Ella ha podido ver y oír, y yo
también, que usted llora como la gente, con sentimiento y congoja. Nos la ha
mostrado como cuando era viva.
-Pero yo he
estado invocando a una tal Duclesia.
-No importa:
Gudelia y Duclesia eran hermanas mellizas, iguales como dos lágrimas. Se
parecían en todo. Lo que una deseaba, lo quería la otra. Duclesia vivía a menos
de media legua de aquí, a la salida de Tres Bocas. Las dos han muerto el mismo
día.
-Como quien
dice, mellizas hasta el fin.
-Usted lo ha
dicho: de nacer y morir, a más casadas con el mismo marido, don Apolinario
Sagastume, mi suegro, que Dios lo tengo en su santa gloria…
Le juro que
me costó entender, y debo de haber puesto una cara como la del que asó la
manteca, pero ya verá que es corto de explicar:
Duclesia y
Gudelia Cosundino, por parte de madre (no se sabía de padre), habían nacido y
muerto el mismo día, a la misma hora y habían muerto el mismo día, a la misma
hora, y habían amado a un mismo hombre.
Don
Apolinario Sagastume, que les dio el apellido, según supe saber, fue a la
iglesia de Arroyo Clé a casarse con las dos. Los tres venían desde lo más
tupido de los montes de Brache, que es como decir la cola de esa enorme serpiente
que era la selva de Montiel en ese entonces. El cura de Arroyo Clé los quiso
apostolizar y empezó por negarles ese doble sacramento, pero después de
indagar, lo casó solamente con Gudelia, porque ésta, por lo menos, tenía una
entenada en su casa, la Doralia (una criatura entonces), que era la actual
mujer del bastonero.
Don
Apolinario Sagastume siguió siéndoles fiel a las dos, porque él también las
amaba, pero Duclesia, ofendida, rompió para siempre con su gemela, y allí
empezó un rencor que les duró toda la vida.
Las dos
enviudaron a la misma vez, y apartadas murieron del mismo amor y el mismo
encono.
El bastonero
me porfió:
-Quédese,
don Tereso. Entre. Se le pagará como es justo.
-Usted debe
saber que yo no cobraría por esto.
Todo el
velorio, menos la muerta, había salido del rancho, y aguardando la resulta de
nuestra conversación, nos miraba.
Lo pensé un
largo rato; entonces le dije:
-Si me
quedo, lloraré por las dos.
en Disparos en la calle (1985)
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