En el oeste
de la ciudad de Paraná estaba el barrio San Agustín. El de antes, claro.
Pasando el cementerio. Del otro lado del Puente Blanco. En los suburbios. Ahí
lo mataron a Escalada, mi padrino. Nunca se supo quién fue. Yo era muy chico y
preguntaba mucho. Entonces mi madre me dijo que al salir del boliche, la noche
le había hundido la punta de una estrella en el corazón. Pero que él no sintió
nada, que se detuvo un instante, y siguió su camino, y nunca más volvió.
Siempre pensé si con el tiempo no se habría convertido en uno de esos hombres
viejos, pescadores, que después habitaban el bañado ya sin nombre en sus caras
cuando a veces me miraron, y nunca me animé a preguntarle a alguno de ellos:
¿Usted no es Escalada? No podía preguntarles.
El terror de que me respondieran que no, era igual a que me
contestaran que sí. A esa necesidad de preguntar la llevé siempre en mi
garganta, con ahogo. La necesidad de preguntar, a tantos hombres grandes que de
repente se presentaron ante mi vista: ¿Usted no es Escalada? Al final del
territorio de San Agustín termina el mapa. Cincuenta o sesenta metros de
barranca abajo está el extenso bañado. Los esteros. Y más allá las islas. El
enorme ámbito construido por la naturaleza para las puestas de sol. Muchas
veces cuando estoy con algún amigo de los que invito a ver ese sol rojo
entrando en el horizonte, cuyo movimiento se ve, es como una moneda de oro que
el día deposita en la alcancía del silencio de la tarde. Por momentos –por un
segundo-, no parece que se fuera hundiendo el sol, sino que nosotros nos
cayéramos de nunca inevitablemente como en un sueño. Ahí es cuando, mientras miro con el amigo ese
sol en el enorme ámbito desde la barranca, una figura que se mueve allá abajo
me hace mover los ojos hacia ella. Parece que recorre un espinel, o tira de una
malla, como hace esos hombres segregados del pueblo y que ya no necesitan
documentos, ni suben a la ciudad, y forman parte de la flora y la fauna. ¿Quién será ya? Veo un pájaro que abandona
una rama del borde cerca de mí y planea hacia abajo en un vuelo libre y único.
Siento que me lleva a mí, que mi pecho es su buche, que mis pies son sus patas
y me detengo ante ese hombre grande y cercano, cuya cabeza se levanta hacia mí,
y lo veo otra vez allá abajo chiquitito, en la puesta de sol. ¡Qué fantástico!
–me dice mi amigo. ¡Uh! ¡Sí! ¡Qué maravillas hay en el mundo! ¿no? (¿No será
Escalada ese de allá abajo?).
Mi madrina fue Mercedes Doval. Ha de haber miles y miles de chicas
–como era ella- que se llaman hoy así. Pero Mercedes Doval, mi madrina, ahora
es un nombre que no nombra a nadie. Cuántas chicas habrá hoy con su nombre, que
estarán sonriendo como lo hacía ella, o riendo alegremente como lo hacía ella,
o llorando como lo hacia ella. Sólo que las de ahora sonríen y ríen y lloran
ahora. Mientras que la sonrisa y la risa y el íntimo llorar de mi madrina, ¿a
qué museos ir a verlos? Cartelitos en que se leyera: “Risa alegre de Mercedes
Doval”. “Rostro lloroso de Mercedes Doval”. Aun con esto, ¿quién podría hacerse
una idea de Mercedes Doval? Ha quedado tanto de ella como de Camila O’Gorman con
película y fama. No la mataron entre todos como a Camila. Se suicidó. Por culpa
del novio. Esto tuvieron en común como causas de sus muertes: el factor
externo. ¿Por qué esa bestia del novio la trató mal? ¿Por qué las bestias de la
época la mataron a Camila? Con perdón de las bestias auténticas, claro. Que
además son matadas por las bestias humanas haciéndolas reventar trabajando, o
para comerlas, o por daño nada más. A mi madrina no la fusiló la sociedad, ni
la moral ambiente. Ella se volcó una palangana con querosén y se pegó fuego con
un fósforo. No se usaba el encendedor de fumador. Cuando la desesperaron las
llamas corrió y saltó un tapial a la calle. Varios días de hospital. Tengo la
impresión de que todavía está sufriendo. De que esa clase de dolores van más
allá de la muerte. Tal vez se mide así la desesperación. Es lo que se llama
tiempo psicológico. Mire que tiene cosas incomprensibles e inútiles este mundo.
Totalmente sin justificación. Hasta me he convencido de que no es un mundo
serio éste. ¿Qué es? Y es cuando me levanto la cabeza de pensar en Mercedes
Doval, mi madrina. Y acá estoy otra vez. Lógicamente yo.
He hecho siempre esfuerzos por imaginar la escena de mi bautizo.
Allí ha estado mi madre, claro. Al lado de Mercedes. –Ya se me ha borrado su
rostro-. Por ese entonces se usaba mucho la palabra “alzar”, como sinónimo
perfecto de bautizar. Porque entre el padrino y la madrina sostenían la
criatura y la alzaban sobre la pila para la unción. Me resultaba increíble, o
difícil de recuperar –es un imposible- la sensación de la mano de mi padrino
debajo de mi cabeza, abarcando cerviz y cuello. Bien hombre mi padrino. Nada
menos que Escalada. ¿Adónde fueron cuando terminó la ceremonia? ¿Cómo era el
lugar o la habitación donde me tenían en brazos? ¿O me habría dormido? ¿Quiénes
estuvieron? ¿De qué hablaron? ¿Adónde fue él? Ahí empieza su fama para mí. Su
leyenda. Su mención en las conversaciones de los grandes. Cuántas veces yo
estaba jugando y oía nombrarlo. Y yo levantaba la cabeza. Hablaban de él. De
Escalada, nada menos. Mi padrino. ¿Por qué no pudo seguirme? ¿Asistirme? ¿Quién
lo mató? ¿Por qué?
Punto y aparte. Voy a detenerme a pensar: por qué, muchas veces,
infinitas, me detuve a pensar: por qué. Estuve siempre seguro de que no fue por
mujeres. Era limpio en sus relaciones. Lo mataron porque era Escalada. Es
decir, ninguna impureza podía tocarlo, sin que desapareciera la impureza o él.
Era Escalada. ¿Y si fue otro como él?
Bueno, esta idea siempre me alivió. Veo que el otro me mira antes
de irse. Hasta que los tres entendemos.
¿Quién murió allí? ¿Mi padrino o el otro? Lo veo irse al otro. ¿Es realmente el
otro? Me dejan. Sé que no es eso lo que quieren. La mitad de mi corazón yace,
la otra se va. Siempre, de pronto una memoria me interrumpe lo que hago. Es él;
los dos. Midiéndose a la puerta del boliche, en medio de mi pecho. ¿Por qué?
Habré tenido diez años de edad. Yo llevaba un inmenso mundo
secreto de todo lo que había visto desde que tuve memoria. Un mundo grávido de
preguntas. Preguntas que no podía hacer a nadie. Todos vivían un presente
continuo, indetenible. No se usaba el pasado ni lo pasado. Yo había quedado a
un lado del mundo. Lo acompañaba solo, estéril y mudo como la luna a la tierra.
Llevaba un chico secreto en mí. Con él entraba a veces a comprar algo en un
almacén. Los almacenes de las esquinas eran como clubes sociales. Eran su
germen. Los hombres se demoraban allí a conversar con motivo de la compra de
cigarros o cigarrillos y homenajearse con el convite de una copa. Esa especie
de globo de alcohol que estallaba en la boca y destrababa la sensualidad de la
comunicación. Solía verlos. Algunos ceremoniosos, en el deseo de impresionar
como bien educados. Otros aventurando una palabra difícil que habían
incorporado a su léxico. Y quien colocando con actitud deliberada la gracia de
un vocablo popular cargado de intenciones, como una carta respetable sobre la
mesa del habla. De pronto me encontraba solo frente a uno de estos hombres, en
un fugaz casual aparte, y él esperaba como por un segundo esa pregunta
estupenda que mi estupefacción iba a hacerle, pero no. Entonces él se iba. Yo
lo miraba irse, con mi ocasión perdida, con mi pregunta sin desenvainar.
Atragantado. Sentía cómo la pregunta se hundía en mi cuerpo: ¿Usted no es
Escalada?
No me pasó esto con mi padre biológico. Fue parecido. Pero no lo
mismo. Porque al biológico lo conocí. Lo vi algunas veces. Nunca lo hablé. Ni
le oí la voz. En esto sí, fue igual. Pero el biológico nunca fue leyenda. No
fue mítico. No lo mató la noche con la punta de una estrella en el corazón. En
sus últimos tiempos se sentaba en los umbrales de la puerta de calle de su casa
heredada. De la casa que yo no quise heredarle y se la dejé a la concubina que
le atendió su alcoholismo final. Su alcoholismo sin otra cosa que alcohol.
Opaco. Sin brillo de nada. No sé si su cerebro le dio alguna diversión. Si es
que fue así, no dejó pruebas. Es decir, testimonios expresivos, que contaran su
íntima maravilla. Pero no. Parece que fue un error, como tantos, de esta famosa
Naturaleza. Una pequeña estupidez. Podría deducirse, desalentadamente: un
producto de la Gran Estupidez que es este mundo. Pero bueno, volvamos. A él
nunca tuve nada que preguntarle. Porque tal vez era a él a quien tanto buscaba.
No para preguntarle. Sino simplemente a él. Misteriosamente a él. Profundamente
a él. Necesitadamente a él. Filialmente. No para preguntarle. ¿Qué podría
preguntarle a ese pobre muchacho que murió de cuarenta y cinco años? Yo, el
hijo biológico, ya era mayor que él cuando él murió. Jamás se me hubiera
ocurrido preguntarle: ¿Usted no es Escalada?
El biológico era como el barrio San Agustín nuevo. No el viejo:
ese era Escalada. El nuevo carecía de misterio. No era una leyenda. Era vulgar.
Se veía. Tenía asfalto. Era un guapo torpe. Lo cual es ser simplemente torpe,
con aspiraciones de guapo. Aunque el biológico carecía de esta aspiración.
Escalada era guapo nato. Sin quererlo. Sin saberlo. Sin esa aspiración
innecesaria. Era de raza. Natural.
Siempre me pregunté cómo sería ser guapo. Qué se sentiría. Traté
de acercarme a esa sensación. Y una vez me vestí a lo Gardel. Funyi. Lengue. Y
me fui a visitar a mi amigo cerca del bulevar, con un puñal en mi cintura. Lo
sentía mientras caminaba. Traté de llevar los pasos en un estilo medio pesado.
Algo como mecido de hombros. Tirando a canyengue. Advertí con qué discreción me
miraron pasar algunos que me parecieron guapos de verdad. Cuando llegué a la casa de mi amigo sentí un
alivio. Me desarreglé un poco en la puerta. Como para que él no advirtiera la
pinta. Tomamos mate y reímos. Vivían el padre y la madre de él, y las alegres
hermanas, las dos. Ya casi se me había ido la vergüenza estúpida que había
sentido por mi ensayo y estaba recuperado. Con toda mi característica alegría.
Volví “de particular”, como decía un vecino, cuando no iba a salir disfrazado
en noches de carnaval.
“Guapo se nace”, oí que me dijeron afectuosamente de atrás con un
mano amiga en mi hombro, que me retuvo. Era Miguelito, con unos bigotazos
postizos, patillas, lengue, funyi y pantalón bombilla, que iba para un baile de
estudiantes. Me revivió en la memoria aquella vieja experiencia mía, cuando yo
también intenté ese personaje, pero un poco más en serio, con un autosondeo
psicológico y fuera de carnaval o de fiesta estudiantil. Yo en estos días del
encuentro con Miguelito ya iba cumplir
cincuenta y dos años. Mi cara parecía tallada a escoplo. Recio de estampa como
fui siempre. Con mis sólidos bigotes de verdad, como de foto antigua. Mientras
Miguelito se alejaba riendo y saludándome. Yo iba a seguir mi camino cuando ese
chico desconocido estaba delante de mí. Esperé a ver qué quería. Vacilé. Iba a
dejarlo parado ahí cuando me preguntó: “¿Usted no es Escalada?”.
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En Obra completa, 1era. Edición, Mac Ediciones. Paraná:1992 pp. 447-452
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