El ángel y las redes
Qué objetos
y qué palabras nos designan
ahora? Qué
estados de la ternura universal
de los
animales y de los vegetales
y de las
finas arenas del crepúsculo
convocarán
nuestras almas, cuando ya no estemos?
Sí, María,
porque uno está en el mundo
y rueda
hacia sí mismo
de aquí para
allá, y deja las ciudades,
su casa
natal, las lámparas del pueblo
encendidas
en el fondo de un río
y también
los cielos
y los
sueños.
Y uno crece,
y un día
entiende que
ya no es un melancólico adolescente
y que las
cosas de la vida no son tampoco
tan claras y
descifrables
como cuando
los días se quedaban en nuestras
cinturas de
muchachos jóvenes, zambulléndonos por ahí
en tajamares
perdidos en medio de pajonales
y en
horizontes de la patria calcinados por el sol
de la
siesta, y que aquellos miedos del corazón
partidos por
el canto quejumbroso de la paloma torcaz
venían no
solamente de afuera, sino
del abismal
y oscuro cauce de un espíritu derramado;
y uno
comprende que el mundo es
una infinita
red de relaciones,
y que en
todos nuestros actos
siempre
estamos uniendo
y desuniendo
lentos y
luminosos hilos, en el fondo de cuyas redes
hemos de
encontrar algunos signos, la nervadura
de una hoja,
o simplemente un rostro y un alma
en cuyo
vórtice caeremos
hasta salir
purificados en el dolor
por el otro
extremo. Y si entramos en una muchacha
cuyo destino
de amor nos signa de ramas desnudas
y de
lloviznas en el otoño, y si alguna vez
decimos
sencillamente que no, o estamos tristes
de cualquier
tristeza; y somos testigos de los días
que nos
devoran sin corrompernos ni destruirnos.
Y si mi alma
tiene un ángel primitivo
y designado.
Y si la tuya, María, es como la del amor,
la Vida,
seguirá tejiéndonos a los dos
en tramas
celestiales en cuyo fondo
-después del
dolor y de la soledad-
estará Dios
cuyo centro es la Divinidad
y el goce
perpetuo de unas pocas cosas elegidas.
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La fotografía
He aquí
sobre mis papeles tu fotografía
con un gesto
casi alado en la mano que sostiene
una flor, en
este mes de enero
y aunque
estemos ahora separados
esa hora
tiene todavía en el centro de sí misma
un tiempo
que ya no fluye hacia el futuro
sino que
pertenece al corazón y en él se queda.
La imagen de
la que en verdad eres
cuando
hablas y cuando ríes, cuando estás viviendo,
y puedo
sentir alrededor de ti
la pleamar
de tu cuerpo
no es esta
imagen pasajera de la fotografía, es sí
una ligera
alusión: la humedad de la arena del mar
que se hunde
por el otro lado en continentes desconocidos,
la hoja seca
conservada entre las páginas de un libro
-unidad de
los bosques- y cosa que recuerda
a los jugos
vegetales ascendiendo lentos en el encierro
oscuro y primitivo
de anillos interiores
y ramas
altas en el viento; es la palabra
en que
intentamos apresar
algunas
cosas presentidas en el alma
como un
ligero temblor
en el minuto
fugaz en que el sol cae sobre nuestro rostro.
Y así el
tiempo
devorándose
los días y las imágenes de nosotros mismos
es ligera
alusión y descifrable signo
de nuestro
destino, de nuestra finalidad concéntrica
y
ascendente.
Y esta
muchacha que está aquí ahora,
sobre mis
papeles,
vuelve, no
de imágenes madura
y sí de
amor, de flor cuyo centro no es ella sola,
sino también
este vasto pecho mío donde la celebro
aunque
estemos separados.
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Pequeña canción de amor
Tu cuerpo es
la casa de mi alma
y el mío
dela tuya, habitamos
aposentos
materiales distintos, idénticos,
y las mismas
raíces nutren ahora
tantas cosas
desconocidas y simples.
Tu cuerpo es
la casa de mi alma
y el mío de
la tuya. En el tuyo crecen
trebolares
frescos (y ya no tenemos palabras,
entre tu
boca y la mía hemos puesto
el jugo
vegetal de los tallos
y el
silencio
de las
hierbas). Mi cuerpo es de nieblas apenas,
pero
transparentes en tu amor. Y tú eres ahora
este mes de
noviembre tan frágil, y aquí vivimos,
crecemos,
nos vinculamos. Y somos la alegría natural
mientras la
ternura alza tu rostro
y tus
cabellos de trigo madurado, y la vida es lo que se da
y lo que se
toma, lo que queda, lo que descubrimos.
Mi cuerpo es
la casa de tu alma
y en ella
estás cuando amanece, en el mediodía
lleno de sol
que recorren los hombres, y en las tardes
donde flotan
campanas de aire que tienen, en mi alma
el color de
las últimas rosas. Y la vida es hermosa,
y sube de
ella un cántico
que ha de
conducirnos.
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Convalecencia
Esta forma
nueva de mirar las cosas
de todos los
días
como si
recién hubieran nacido!
Visteis el
parque bajo la luz de la nueva mañana
y la fuente
aérea y remota y los árboles
en qué luz,
casi deshaciéndose al soplo
de
melancólicas vibraciones, y la calle, otra vez
esta mañana,
tan lleno delantales blancos
no se sabía
ya si
eran flores
o personas, todas tibias
dentro de mi
corazón?
Visteis,
acaso, su paso pequeño a mi lado, temblorosa,
indecisa,
sobre el pie suave? Y toda su alma
y su cuerpo
como recién nacidos?
Hoy he
pensado al lado de mi enfermera
si podríamos
resistir el golpe
de todos los
días, convaleciendo así,
de la sangre
en su justo medio, de la temperatura
de todos,
cerca de esta suavidad
con que ella
va tocando
la mañana
en la luz
del
parque…
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El iris del ojo
Esta mañana,
esta mañana sola, clara y brillante
de un sol
maduro, y al mismo tiempo leve sobre
las
enredaderas, las hojas, las paredes,
he mirado un
espejo recíproco, el haz de fibras
donde se
reflejan todas las cosas que uno ve
y donde
están señaladas todas las enfermedades
del cuerpo,
ya pasadas, remotas, deshechas
y vueltas al
organismo; y como en la enredadera
brilla el
sol ahora, en esta mañana, iluminando
a través de
las esferas de los planetas,
las débiles
y desconocidas hojas, en el iris
del ojo, se
enlazan entre líquidos, nervios
y colores de
hojas secas, todos los momentos
vividos, y
los dispares brillos del Espíritu
trepando
entre viejas lesiones, y las heridas
que el
tiempo ha vuelto al principio
de la
infancia, y uno recuerda y agradece
la plenitud
de tantos días que suma
este pequeño
iris, diminuto viajero
desapercibido
en medio de la multitud.
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El hombre en los pajonales
Un domingo
de otoño en la ciudad de Buenos Aires:
multitud de
la memoria y rapto apacible de las horas
con un
hálito de tiempo que viene y se queda
en la mirada
abandonada;
se enreda en
la pupila en aguas de un verano
de ríos y
espinillos
y vuelve a
formarse en imágenes de soles ardientes
la agachada
figura de un hombre visto allá lejos
en los
pajonales, cerca de la orilla
encerrado
entre ramas de una isla del río Gualeguay;
íbamos en el
bote de regreso chapoteando
entre el
agua del “río muerto”, brillante
en la luz
del mediodía, con César, el amigo,
y mi hermano
menor;
aquel hombre
se quedó en las orillas
sin alzar
siquiera la oscura cara quemada y reseca,
en la retino
estuvo un instante y luego se sumergió
en el
olvido, mientras pasábamos los tres
a la orilla
de nosotros mismos,
riéndonos,
empujando el bote pintado de azul
bajo el sol
de aquel verano.
Y hoy todo
aquello vuelve con el recuerdo
en una
melodía fugaz
que levanta
pesadamente su vuelo y como una garza blanca
se aleja en
un planeo islero hacia el otro lado del agua;
nosotros,
ahora, como los camalotes
miramos
aquello de ayer (nosotros, camalotes
que arrastra
el agua al tiempo que gira
sobre el
río, con el movimiento silencioso
de los
astros)
y detenidos
en nuestro quieto verdor
alzamos la
Memoria hacia el hombre de los pajonales
cuya imagen
seguirá quemándose bajo el sol,
en nuestra
cabeza,
hasta que la
Muerte del tiempo lo libere.
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La mano
Las líneas
que cruzan la palma de la mano
tejen una
alfombra de hilos cruzados,
triángulos y
montes. Estos huesos cubiertos,
los abismos
y las venas, las tormentas
y el
pergamino ajado y brillante de la piel,
allí, sobre
la palma de la mano, parecen decir algo,
llamarnos
hacia el fondo de seres queridos,
de tardes
anteriores, hacia el rostro
de la
pequeña muerta
cuyas
mejillas estarán ya caídas en el polvo;
y nos
quedamos mirando allí
las hojas de
la vida y de la muerte, el pálido
amarillo de
las caras que ya no tenemos,
el odio o la
miseria enredados
bajo estas
aguas casi soñadas, bajo el tejido
astral y
señalado que en un momento cae
como un
relámpago sobre la memoria, y dice cosas
que ella
sola descifra adentro del cuerpo,
de las
distintas personas, de la sal, del agua,
y de la
sangre
circulando
por nosotros, y dice algo, algo
que ya hemos
olvidado.
Una estrella
se ha formado en la palma
de la mano,
en la noche ha surgido
y cruzando
el cielo
ha
desaparecido.
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Los paraísos del cementerio de
Gualeguay
Fuimos
tomados de la mano, bajo los paraísos
al lugar
donde un día enterrarán mi cuerpo,
sumergidos
en preguntas y silenciosas, dulces aguas,
la vida
sonreía, y el otoño
derribaba
sus hojas y sus flores
entre el
canto de los pájaros.
Bella luz,
gracia caída en medio de los cuerpos,
la muerte
impulsa sus dedos victoriosos
sobre
nuestros ojos, viajeros de la dicha.
Desde la
infancia llevamos los días
como
burbujas de inmensas llanuras,
de infinitos
sueños, hasta que la infinitud
se abre,
dentro nuestro.
Desde el
nacimiento, desde los vientres germinados
esparcimos
las semillas henchidas y fragantes,
y el no
morir del todo está en nosotros
como un
grito, o el destello de un hambre insatisfecha
hasta el
amor, como estos árboles eternos
que
contemplan el suave descenso de las estaciones
sobre el
canto de sus flores celestes,
caídas entre
las tumbas
y vueltas al
vientre de la tierra creadora
y del Dios
que las
convierte en lecho de nuestro sueño, en ella.
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La taza de té
La cuchara
dando vueltas en la taza de té.
La mano
delgada atareada en seguir un espiral
de hojitas
pequeñas y oscuras, y de pronto
el rayo de
un pensamiento o una distracción
de a
constante, implacable lucidez.
Alrededor de
la mesa charlábamos, como siempre,
de esas
cosas que ocurren a diario y,
por qué no,
quizá entonces éramos felices
sin
advertirlo, mientras la conversación
iba y venía
entre los objetos sin detenerse
como se
había detenido mi mirada al pasar
sobre la
piel tibia de un saco negro, otoñal,
o como podía
detenerse, en ese momento,
el tic tac
del gran reloj del comedor
sin que
nadie lo advirtiera.
Alrededor de
la mesa estábamos reunidos
simplemente
juntos, como todos los días,
mas hoy una
música interior, el aletazo
de unas
palomas oscuras, el suave azul
de las glicinas,
quizá, subió de pronto
por mis
manos a la cara
y me
distrajo alejándome
o llamándome
desde el
fondo de la espiral líquida
de mi taza
de té, y ya no fui yo.
No fui en
ese momento el mismo:
empleado,
amante, egoísta, ni siquiera hombre
rotulado con
un nombre determinante y sonoro.
Afuera, es
preciso decirlo, ocurrían todas las cosas:
los árboles
volteaban sus hojas carcomidas
en la tarde
fría de mayo, la luz bajaba del cielo
y
amarillenta, reposaba oscura y letal en las fuentes
de la plaza,
un hombre esperaba el tranvía,
leía el
diario, otro
pensaba en
cualquier asunto, la sangre
seguía
transportándose anónimamente
en el campo,
en la pampa inmensa y desolada,
podían
sentirse en ese instante
los mugidos melancólicos,
el frío
levantándose
entre los pastos hacia el rocío,
la noche
aproximándose, un muchacho
llamando a
su perro, a lo lejos.
Todas las
cosas.
Y aquí
adentro, también,
todas las
cosas estaban ocurriendo en ese momento,
era ese
instante una gestación, era eso.
_________
Los viejos
Nuestro país
es joven por eso sus viejos
están
metidos en la vida y en la muerte,
con las
aguas del Tiempo cabrilleándoles
en las
cinturas pesadas de ropas
y de chales,
y de enaguas púdicas. Volved a ellos
y veréis los
días en límpidas fotografías
cuyos
daguerrotipos todavía traen la sonrisa
de una
patria igual a sus antiguas bocas,
a sus
plegados ojos: lo que vieron abuelos patriarcales
y potros
cerriles de pampas sin alambres
y guitarras
encendidas. Yo veo en ellos
el sórdido
desgaste de virtudes y el tedio
de amarillos
papeles
donde
tejerán mañana la historia de los hombres,
en unas
habitaciones frías remontadas hacia el pasado.
Los viejos
tejen en sí el hilo armonioso
de un enlace
futuro
y en sus arrugadas
manos
el Tiempo
pliega melodías y muerde la muerte
una atadura
gastada ya
cuando la
lúcida memoria devuelve anécdotas y fabulas;
y así el
hombre comienza a envejecer
con los
primeros muertos
en su
corazón.
en Veiravé,
Alfredo (2002) Obra poética. Tres
tomos. 1ª edición. Nuevo Hacer Grupo editor latinoamericano. Páginas 119-160
Tomo I.