domingo, 1 de septiembre de 2013

El regreso - La bicicleta de Emilce / Juan Manuel Alfaro


El regreso

Al final, siempre terminamos hablando de lo mismo. Cada vez que nos reunimos, cada vez que un acontecimiento familiar nos reúne (¡es increíble cómo la vida va espaciando los encuentros familiares!), terminamos hablando de lo mismo. Es como si lo demás no le importara a nadie, aunque nos esforzamos en mostrarnos interesados por la salud, el trabajo, los hijos de los otros. Nos demoramos comentando el invierno, las heladas, la humedad insoportable, los accidentes, los programas de televisión; puteamos al Gobierno, intercambiamos muertos, paros cardíacos y recetas, y describimos fiestas y mostramos fotos como medallas sin memoria, pero, en verdad, lo único que nos interesa es hablar del regreso, lo único que, en realidad, nos reúne, es el regreso.
Todos estamos pendientes de que alguien diga “la casa” o cualquier otra cosa: “el molino”, “el galpón”, “el tajamar”, “las parvas”, “los maizales”. Todos estamos pendientes de que alguien diga algo que quiera decir “la casa”. Entonces, el tema del regreso vuelve. El tema del regreso nos junta, nos pone frente a frente, sustituye los rótulos, los báculos, los títulos, los cálculos, los cúmulos, y nos expone, nos luce pobres diablos, hermosos pobres diablos con panaderos, pisingallos y cimbras con perdices y el bosque de la siesta y esa cometa azul que cortó el hilo y fue a caer, ¡tan luego!, en los linares florecidos.
El tema del regreso nos reúne. Nos pone en orden la ausencia, nos permite “la casa”: el siglo de la vida y el verano… Y nos acordamos de la galería, del banco largo, de la escopeta que no nos dejaban tocar, de la vez que una yarará mordió al perrito que sólo Francisca, la mayor, recuerda cómo se llamaba. Nos acordamos de la higuera y de los perales que nunca daban frutas, esos perales altos, tan altos y tan viejos, tan sin nada, tan ellos hacia arriba. Nos acordamos de la abuela, del desvelo de la abuela que se le daba por barrer o por regar las plantas o darle de comer a las gallinas, a las dos o a las tres de la mañana… Nos acordamos del mate cocido bajo los paraísos, después de la siesta que nos imponía “La solapa”. Nos acordamos de aquella noche en que las luciérnagas invadieron, como nunca, el campo, y nos quedamos levantados hasta tarde, sólo para ver esas chispitas, esos papelitos encendidos que no pudimos encontrar, al otro día, por más que buscamos y buscamos… Nos acordamos de una tormenta de Santa Rosa, del corderito con que Helena jugaba como si fuera una muñeca; del pesebre que Mirta hizo con chalas de maíz; de la tiza que Hilda trajo de la escuela, con la que escribió en una chapa la palabra “mamá” y la palabra “oso”, tan ajena a las liebres y a los potrillos y a los terneritos…
Nos acordamos. Nos reímos y nos prometemos el regreso, hasta que, invariablemente, nos vamos poniendo tristes, silenciosos, como si la memoria común se dispersara y a cada uno tocara sólo un pedacito íntimo que procuramos proteger. El pedacito propio, borrado para los otros, porque no estaba en los sucesos, en los juegos comunes, en las aventuras o en los mínimos quehaceres compartidos, sino en algo que ni entonces, ni ahora, sabríamos definir. Porque, ¿qué significaba el viento en el molino, para María o para Helena? ¿Era lo mismo el repentino florecer de los ciruelos, para Manuel y para Francisca? ¿Quién de nosotros podría haber sentido lo mismo que la pequeñita Albertina, cuando acariciaba la pelusa amarilla de los pollitos? ¿Qué suavidad o qué tibieza, cuando los frotaba contra su carita paspada, que no pudo llegar a contarnos nunca? ¿Quién podría, en verdad, reconstruir los mínimos y, acaso, imperceptibles movimientos del alma? ¿Quién podría retener en el mundo nuestras imágenes de entonces?... Yo creo recordar la vocecita de Albertina, pero ¿cómo decirle a Helena la vocecita de Albertina? ¿Cómo decir los ojos de Manuel, cuando me había subido al techo del galpón y él me buscaba, desorientado, por todas partes? ¿Cómo saber los pies, los pasos, la mirada, el pensamiento de María, cuando la llevaron al pueblo, a la casa de las tías, para que fuera al colegio, y se volvió, al otro día, caminando solita sin decir nada a nadie?
Pero, igual, nos prometemos el regreso. Nos juramos el regreso. Pero no la simpleza de decir “volvamos a vivir en la casa”, sino el posible “¿Por qué no vamos a mirar la casa?”. Una excursión. Ya somos grandes, no nos vamos a engañar. “Vamos, un día, y la vemos, nos sacamos unas fotos y…”, pero siempre encontramos una excusa para que no sea esta vez, sino la próxima.
Nuestro padre fue el último que vio “la casa”, es decir, fue el único que la volvió a ver, y nunca conseguimos que nos hablara de ella. Nos negó esa imagen. Él, que nos daba todo, nos negó esa imagen. Pobre padre, acaso temiera perderla si la compartía. Tal vez pudo pensar que se le borraría del todo si la mencionaba…
Veo, en mis hermanos, las partes de mi padre: Manuel se le parece bastante, sentado ahí, en un rincón, con la cabeza gacha y ese traje antiguo que se ha puesto y le hace caer más los hombros y lo vuelve más triste y más hermano. Helena ha entrado con un ramito de fresias y no sabe dónde ponerlo. María fue a buscar café y Francisca, sentada aquí a mi lado, tal vez piensa que María, quizás, se fue a buscar el cuadernos que olvidó en el banco del colegio cuando se volvió solita y sin decir nada a nadie, caminando las cinco leguas, las eternas cinco leguas que existieron y existen entre el pueblo y nuestra infancia…
Y yo me acuerdo de Albertina, la pequeñita Albertina, frotando los pollitos contra su carita paspada…y pienso que esta tarde, cuando volvamos del cementerio, antes de despedirnos, alguien, uno de nosotros mencionará “la casa” o “el molino” o “el galpón” o “el tajamar”…y nos prometeremos que la próxima vez que nos encontremos iremos juntos a pasar un día en la casa de nuestra infancia, y nos acordaremos de la galería, del banco largo, de las parvas, de la escopeta que no nos dejaban tocar, del desvelo de la abuela y de la noche en que las luciérnagas, como nunca, invadieron el campo y nos quedamos levantados hasta tarde.



[Fotografía de Darío Chano]


La bicicleta de Emilce
Es posible, sí. Aunque ahora que lo pienso bien me pregunto si son necesarias todas las respuestas, es decir si, en realidad, queremos todas las respuestas, si las necesitamos o si es preferible, no sé, dejar unos espacios -algo así como unos respiraderos- para que la vida suceda, de vez en cuando, no prestarse demasiada atención; para que la vida suceda no tan visible y espectante, no tan expuesta; para sentirnos vivir, pienso, se me ocurre, como si recién nos levantáramos una mañana luminosa, en el campo, hace muchos años…o como si, de golpe, abriéramos los ojos y estuviésemos en una callecita remota que creíamos olvidada, y viniera, desde allá, indefinible todavía, pero presentidamente nítida; como si viniera, digo, aunque aparentemente inmóvil, pero revelada ya, como una evanescente pintura impresionista, en el sopor, en los espejismos de la siesta… de una siesta de verano. Como si viniera, rítmica, delicada e inconfundiblemente rítmica, pedaleando, como una música en bicicleta, Emilce. Como una melodía pedaleante –si pudiera decirse así-, pedaleándonos a la bicicleta y a mí, a los dos, en direcciones opuestas, hasta hacernos converger un instante… el instante preciso en que pasaba enfrente de mi casa y mis ojos se anulaban en los suyos y la infancia me salía a tropezones, desbaratando la pretendida pose adolescente, el ademán ensayado, el gesto largamente practicado en el espejo.
Emilce. Excesivamente mayor para mis años, aunque, entonces, claro, no podía comprenderlo, y ahora no querría. Porque no sólo son inútiles, sino –y sobre todo- ásperas, decididamente ásperas e irritantes –como afeitarse a contrapelo y en seco- las explicaciones a destiempo.
Y qué necesidad tenemos, qué derecho, de envalentonarnos y entrar a escena con veinte, veinticinco años de distancia, y decirnos en pleno encantamiento: “¿Es excesivamente mayor?”.
Y, entonces, la callecita remota y la bicicleta, aunque todavía no es una bicicleta, sino una apenas perceptible modificación del aire, allá… Algo que se corresponde con la luz y aún no puede apreciarse a simple vista, pero que ya empieza a ser una impaciencia, el cosquilleo de una fiesta secreta, secretísima y sola. Entonces, digo, el esperado pedaleo, la dicha pedaleante se esfuma o no avanza, no, nunca, o se vuelve, se vuelve sin llegar a esbozo siquiera, y entonces no la convergencia, no el instante enfrente de la casa, no mirar de reojo sus piernas, sus músculos suaves y armoniosos y tensos, al afirmar el pie en el pedal; no el perfecto sonido del piñón al girar los pedales al revés para hacer más límpido su pasaje por mis ojos…
¿Qué incomprensible derecho nos lleva a inmiscuirnos, miles y miles de páginas después, en ese inocente borrador que debiera permanecer cifrado, ilegible, ajeno a los menoscabos del hastío?
Viniendo, desde allá, imprecisable todavía, pero íntimamente nítida, sin una forma definida aún, pero ya danza en bicicleta o bicicleta danzante, si pudiera decirse. Viniendo, como si algo nos soplara suavemente, en la ansiedad, expandiéndola en círculos concéntricos, en círculos cada vez más extendidos, pero, también, más tímidos y frágiles, tan frágiles y tímidos que, casi al punto de rozarla, se replegasen para aguardar en el sopor, bajo los eucaliptos, el sonido acariciante del piñón girando al revés. La bicicleta musical, y Emilce, Emilce dejándome encendido e inmóvil en el centro del mundo.
Es posible, sí, que ocurran otras cosas: que algunos dejen de venir a la casa, que los mayores empiecen a hablar como escondiéndose y nos excluyan –lo que es una ventaja claro, porque hay más tiempo para estar bajo los eucaliptos-, “pero no se vayan lejos”… Es posible, aunque inexplicable, que quemen esos libros, que la vecina, que lo sabe todo, diga: “En algo deben haber andado”.
Es posible, sí. Pero yo igual, tenía que esperar… aunque ayer no hubiese pasado, ni el martes, ni el lunes, ni la otra semana…tengo que esperar que alguna vez, una vez sola, al menos, por esos espacios que preferimos no llenar con las respuestas, desde allá, indefinible todavía, aparentemente inmóvil, como una evanescente figura impresionista, excesivamente mayor…aunque, acaso, ahora no, digo, Emilce, en su bicicleta, como una melodía pedaleante, en el sopor, en los espejismos de una siesta de verano.



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en La dama con el unicornio (1998) 1ª edición. Editorial de Entre Ríos. Paraná:1998



Balada del llorador / Juan José Manuta


Llegué a las Tres Bocas con la contrata de llorar sin toalla, como es mi oficio, en el velorio de doña Duclesia Sagastume, que en paz descanse.
Usted sabe: la muerte es una sola y nos abraza a todos. Yo únicamente pude equivocarme de nombre…
No conocía las Tres Bocas. Hacia el poniente, había llegado no más que hasta la Puerta de Crespo en mis tardanzas de guitarrero y llorador. Tres Bocas está más allá. No lejos, pero más al Oeste.
Me habían dicho:
“En cuanto llegue a Tres Bocas, divisará el velorio, porque se oirá música y habrá caballos y sulkys junto al alambrado, y hasta algún automóvil, si a mano viene.”
-Me llamo Tereso Alegre –le dije al hombre que me atajó-. Un tal Dunar, el dueño del camión, me ha dicho: “Aquí es Tres Bocas. Yo sigo hasta Victoria.”
Me abajé. Llevaba la guitarra colgada al hombro (siempre sé llevarla), y con mis ojos vi esos caballos atados a soga y los aperos sobre el alambre; sulkys de dos tiros, que vendrían de lejos; perros, como en cualquier velorio. Todo eso vi, y era un velorio. Ni golpié las manos. Entré. Los muertos, cuentan, no ven ni oyen. Eso creen.
-Soy el llorador sin toalla que han pedido –le dije a ese primer hombre-; y guitarrero, por si fuera gustoso.
-No quiero música. Pase.
Estaban de lloradera cuatro viejas de luto con las caras tan tapadas que ni parecían llorar, como si con ese treno velaran a una perra y no a una cristiana. Se entiende: esas mujeres no lloran de verdad. Se tapan los ojos no para ocultar las lágrimas, sino al revés, para figurar que están llorando. Las lágrimas, cuando salen, naides las puede ocultar. Tienen que verse y brillar, y con ese brillo decir que alguien nos ha dejado; que no se llora por él, sino por nosotros, los que aquí quedamos. Está escrito.
-Retírensen –les dijo el hombre-. Ha llegado don Tereso Alegre, un llorador sin toalla.
Parecía un bastonero ordenando los pasos de un baile. Como si dijese: “un molinete con la contraria, ¡áura!”, o cosa igual: “dentren los con toalla y salgan los demás”.
A la cabecera de la muerta, Jesús chico dormía en brazos de su madre, la María.
Me alivié de los tientos y dejé la guitarra (no fuera a incomodar) arrecostada contra la pared del rancho.
Se hizo un silencio mientras yo me ponía a pensar en doña Duclesia Sagastume, y en que, como dice Fierro: “Es triste dejar sus pagos / y largarse a tierra ajena.”
La miré un rato. El pecho se me enllenó de gentileza.
-Doña Duclesia Sagastume –pronuncié en voz muy suave. Fui repitiendo el nombre, cada vez más fornido, para que todos lo oyeran y pudieran considerarla hasta sin mirar, verla cantar y reír, dolerse, trabajar y sufrir, como cuando todavía no era pura osamenta.
La primera lágrima asomó a mis ojos, brilló, y empujada por otras que venían detrás, se hinchó, y últimamente resbaló por mi cara. Se la mostré a la concurrencia como se debe, como hacen los buenos, sin ocultarles nada y en redondo. Cuando con mi vista llegué de nuevo a la finada, oigo que me habla:
“No soy Duclesia. Yo soy Gudelia.”
Al mismo tiempo, la mano del bastonero que se apoya en mi hombro y que me dice:
-La finada no es Duclesia Sagastume, sino Gudelia Sagastume.
¡Dios!
-Perdonenmén –le dije a todo cuando allí había, contando a la muerta-, me he desacertado de nombre. Entendía Duclesia…
“¡Yo soy Gudelia y no Duclesia!” –seguía quejándose la muerta, en un gemir que repletaba mi adentro. A la final, a mí también empezó a judearme aquel nombre.
El bastonero me sacó del patio y yo miré hacia mi guitarra.
-No se aflija. Nadie la tocará.
-Si esa señora no era Duclesia, sino Gudelia, sería la primera y última vez que yo abochorne a un difunto en los años que tengo de llorador –le dije-. Por miramiento, debo retirarme.
-¡Que ni Dios permita! Yo soy el entenado político de doña Gudelia, acompañado de su criada, la Doralia, que no topa consuelo. Ella ha podido ver y oír, y yo también, que usted llora como la gente, con sentimiento y congoja. Nos la ha mostrado como cuando era viva.
-Pero yo he estado invocando a una tal Duclesia.
-No importa: Gudelia y Duclesia eran hermanas mellizas, iguales como dos lágrimas. Se parecían en todo. Lo que una deseaba, lo quería la otra. Duclesia vivía a menos de media legua de aquí, a la salida de Tres Bocas. Las dos han muerto el mismo día.
-Como quien dice, mellizas hasta el fin.
-Usted lo ha dicho: de nacer y morir, a más casadas con el mismo marido, don Apolinario Sagastume, mi suegro, que Dios lo tengo en su santa gloria…
Le juro que me costó entender, y debo de haber puesto una cara como la del que asó la manteca, pero ya verá que es corto de explicar:
Duclesia y Gudelia Cosundino, por parte de madre (no se sabía de padre), habían nacido y muerto el mismo día, a la misma hora y habían muerto el mismo día, a la misma hora, y habían amado a un mismo hombre.
Don Apolinario Sagastume, que les dio el apellido, según supe saber, fue a la iglesia de Arroyo Clé a casarse con las dos. Los tres venían desde lo más tupido de los montes de Brache, que es como decir la cola de esa enorme serpiente que era la selva de Montiel en ese entonces. El cura de Arroyo Clé los quiso apostolizar y empezó por negarles ese doble sacramento, pero después de indagar, lo casó solamente con Gudelia, porque ésta, por lo menos, tenía una entenada en su casa, la Doralia (una criatura entonces), que era la actual mujer del bastonero.
Don Apolinario Sagastume siguió siéndoles fiel a las dos, porque él también las amaba, pero Duclesia, ofendida, rompió para siempre con su gemela, y allí empezó un rencor que les duró toda la vida.
Las dos enviudaron a la misma vez, y apartadas murieron del mismo amor y el mismo encono.
El bastonero me porfió:
-Quédese, don Tereso. Entre. Se le pagará como es justo.
-Usted debe saber que yo no cobraría por esto.
Todo el velorio, menos la muerta, había salido del rancho, y aguardando la resulta de nuestra conversación, nos miraba.
Lo pensé un largo rato; entonces le dije:
-Si me quedo, lloraré por las dos.



 en Disparos en la calle (1985)

Tránsito / Juan José Manuta

(Cuento de amor)

...y doña Tránsito, que era una mujer muy vieja, contestó:
—¿Sola? No tanto, comadre —y ruborizándose un poco agregó—: Me acompañan los recuerdos.
La otra mujer hizo un gesto de comprensión, se levantó y se fue.
"Ella tiene razón —pensó doña Tránsito—, pero es que soy tan vieja ya, que ni nietas me quedan. Nietas jóvenes, quiero decir, que me sirvan de compañía. Además, el difunto...".
Tránsito no exageraba con respecto a su edad, pero era cierto, como pudo advertirlo una vez más la comadre, que las visitas no la complacían y que, por el contrario, la molestaban. La comadre decía que la pobre Tránsito no estaba bien, y que las personas y hasta los animales parecían contrariarla.
Tampoco exageraba la comadre. Tránsito había sonreído y hasta se había ruborizado al mencionar "sus recuerdos" para negar que viviese tan sola como a la comadre le parecía. No era la pri­mera vez que Tránsito le hablaba en ese tono de sus recuerdos, como diciéndole: "Comadre, ya ve, tengo mis recuerdos", como si tales recuerdos fuesen personas de carne y hueso, a quienes debiera atender y cuidar, y, por supuesto, como si las visitas la distrajeran de ese quehacer.
—La visito porque está sola —decía la comadre—, y ella parece molestarse por eso. Figúrese, habla de "sus recuerdos" como si fueran pájaros y mi presencia se los espantara. Pobre Tránsito; nuevas amistades no ha hecho desde la muerte de su marido.
Creo que soy yo la única que le queda. Estoy segura de que si no por mí, que a pesar de todo la visito de vez en cuando, pasaría semanas y meses sin ver la cara de un cristiano.
Los recuerdos de Tránsito fueron creciendo, es decir, fueron haciéndose más vivos y concretos, hasta que una tarde oyó una voz. La voz del difunto:
”—Tránsito —dijo la voz—, ¿estará seco el mallón grande?"
Tránsito  corrió hacia el interior del rancho, arrastró como pudo de debajo de la cama el baúl donde conservaba las cosas del viejo, y extrajo de allí la oscura red que había comenzado a apolillarse. La desplegó  por el patio, bajo los paraísos, y después la tendió en el alambrado para que se asoleara un poco. Más tarde, voluntariosa como era sacó también los espineles y revisó los anzuelos uno.
“—Vieja —oyó decir Tránsito al día siguiente—, cuánto hace ya que no mojo las piolas. El pescado viene hacia arriba en estos meses de invierno."
Pero la tercera vez que Tránsito oyó la voz, no se quedó callada, y fue entonces que la comadre la encontró hablando sola.
—¡Amor mío! —decía Tránsito—. ¿Estás herido? ¿Adónde te llevó el agua?...
Calló de repente, alarmada, y corrió despavorida hacia el portoncito, desde donde la comadre había golpeado las manos. La comadre se asustó un poco al ver la cara de Tránsito. Pasó directamente a la cocina, sin decirle palabra, encendió el fuego, cocinó algunas papas que ella misma traía, y se fue casi sin saludar.
La comadre dijo en su casa.
—Hace por lo menos dos días que Tránsito no prende fuego. Si no voy yo y le cocino
unas papas, la vieja no hubiera comido hoy tampoco.
—Querido— decía Tránsito—, el hacha está rota. ¿Por qué no le ponés un cabo nuevo?
Pero la voz no le respondía, y eso la mortificaba. Se desesperaba Tránsito buscando entre los árboles o en el cañaveral del fondo el probable origen de la voz, pero desde allí sólo podía responderle  alguna tacuara o la pareja de horneros.
La voz del difunto era dueña de hablar, de decirle cosas, de recordarle los viejos amores que había tenido durante casi toda la vida, pero no se dignaba responderle cuando Tránsito la invocaba. A veces la voz callaba o simplemente le hablaba de otra cosa. El difunto había sido siempre un hombre medio distraído, y, ya viejo, poco antes de morir, se había vuelto sordo. Con frecuencia la voz le decía:
"—Tránsito, querida, me voy al rio.”
Tránsito recordaba muy bien esa frase.
Después de una noche de amor, de las muchas que habían tenido durante su larga vida en común, su marido que entonces era joven y madrugador, se levantaba antes del amanecer, tomaba unos mates, entraba en el rancho, y sin despertarla le decía en voz baja:
"—Tránsito, querida, me voy al río.”
Pero Tránsito le oía. Dormida quizá, pero sintiéndose aún abrazada por su marido mozo, le oía, y sabía despedirlo con los  ojos cerrados y unos quejidos suaves, colmados de amor. Y así durante muchos años.
Una madrugada, como siempre, su marido entró en el rancho con el mallón y los espineles y le dijo que se iba al río. Tránsito  fingiendo dormir tal vez, lo despidió entre sueños con los ojos cerrados y los mimosos quejidos. Después oyó el entrechocar de los remos que el viejo se había echado al hombro, y enseguida el chirrido del portoncito.
Lo esperó inútilmente durante todo el día. El viejo no regresó.
Con el río crecido, la corriente era poderosa y su cuerpo no fue hallado jamás.
A la canoa la encontraron medio hundida, río abajo, enredada en unos camalotes.
Los recuerdos de Tránsito se fueron concentrando hasta quedar reducidos a esa conversación un poco fantasmal con su difunto amor. A la comadre ya no le extrañaba sorprender a Tránsito hablando sola con los árboles o el cañaveral, el hacha, los anzuelos, el mallón grande o los remos: las cosas del finado.
La comadre decía que Tránsito parecía estar más cerca de los muertos que de los vivos.
Al amanecer la voz le dijo:
“—Tránsito, querida, me voy al río."
La anciana sonrió con los ojos cerrados y emitió un levísimo quejido. Se quedó un rato en la cama, holgazaneando, sintiendo correr una sangre cálida por todo el cuerpo, como si sus arterias fuesen jóvenes. Por fin se levantó, tomó mate y preparó cuida­dosamente un almuerzo, que metió en la canasta junto con el mallón grande y las piolas del víejo. Cargó los remos y se encaminó al río.
La canoa estaba allí, pudriéndose en la orilla. Tránsito puso los toletes y empuñó los remos.
Su viejo amor le hablaba desde el río, y mientras la canoa se hundía lentamente, Tránsito, ruborizada como una doncella, le respondía:
—Ya voy, querido. He traído el almuerzo.




en Cuentos para la Doña Dolorida (1961)
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Extraído de aquí.

Los horneros / Juan José Manauta

Cada vez que los dos horneros, en pareja, chillan a su turno, como si conversaran, el abuelo, si está chupando el mate, deja la bombilla y los mira; si está con la pava en la mano, la pone sobre las brasas y otra vez los mira. El abuelo está sentado en un banquito enano y hace espaldas a la pared del rancho que da al río porque es de mañana. Sólo de mañana los horneros chillan así, con esa alegría. Ellos también se cansan, y debe ser de mañana cuando mejor trabajan. Además, como estamos en setiembre —que es el tiempo de las pandorgas—, el nido está casi hecho y los pájaros deben de estar contentos, como yo, cuando le pongo los flecos a un barrilete y ya no me queda por hacer más que los tiros y la cola.
Estoy tratando de hacer una pandorga porque ya es el tiempo. Ando todavía por el armazón de lo que será, si llego a conseguir papel de seda, un lindo medio mundo, con las estrellas y los orejones para arriba y los flecos debajo. Pero, a causa del papel de seda, no tengo apuro. Afiné las cañas como nunca, deshilaché una bolsa que me dio el abuelo (no tenía cómo comprarme piola) y até con fuerza los dos cuadros.
Los horneros siguen chillando, y ahora yo también suspendo mi trabajo, no por ellos tal vez, sino por ver si el abuelo sigue interrumpiendo su mate. A veces no miro al abuelo y miro direc­tamente a los horneros porque ellos están alegres, trabajan con apuro, y yo, no. Del abuelo nunca se sabe si está triste o alegre.


Como lo he mirado varias veces, hoy me ha parecido que tiene más arrugas y más barba que antes; me pareció más serio, casi enojado, o triste.
¿Será por eso que mira a los horneros como si nunca los hubiese visto?
Ya tengo casi hecho el armazón, pero no me apuro y no me apuro. ¿Para qué? Las cañas están lustrosas de tanto alisarlas con el cuchillo. No me apuro porque no tengo papel de seda y no veo cómo conseguirlo, porque el abuelo ya me dijo anoche que no tenía plata y hoy no ha podido vender un solo pescado. Tam­poco apareció nadie por el río.
No pienso hacer mi medio mundo con papel de diario o de estraza. Sería una vergüenza, y me saldría un empacho que no remontaría ni con tormenta. Entonces, como no tengo nada que hacer, yo también me pongo a mirar cómo trabajan los horneros.
¿En qué piensa el abuelo?
Yo pienso, después de mirarlos un buen rato, que los horneros tienen barro y paja de sobra para hacer el nido, y que por eso están alegres.
El abuelo me mira. Le brillan los ojos como si estuviera por llorar, pero el abuelo no llora, nunca llora. Él sabe que no podré terminar la pandorga. Anoche hablamos de eso, del papel de seda, y el abuelo nunca habla.
Como el abuelo me mira, dejo el armazón, me acerco al viejo y me siento en el suelo junto a él. Los dos tal vez estemos tristes, pero seguimos mirando cómo trabajan y chillan los horneros...


en Cuentos para la Doña Dolorida (1961)

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Extraído de aquí.

(Sobre Juan José Manauta) Recordar es una forma de renacer / Héctor C. Izaguirre



El poemario “La mujer de silencio” (1954) inicia su periplo y lo cierra ”Entre dos ríos” (2009). Pero fueron sus novelas y cuentos los que forjaron su más alto prestigio. “Las tierras blancas” supone novela de cuño contrapuntístico: Madre y Odiseo . Madre traza un perfil de la miserable vida trashumante. Junto al Gualeguay, primero, en estériles medanales, después, alzados en medio de fértil tierra provinciana. La otra voz se asocia con su hijo Odiseo que transita con asombro y limitaciones esa desposeída porción marginal, que cobrará su vida. Junto a Madre y Odiseo, gente servicial y amistosa, proveedores, fugaz sombra de incitadores sociales, jugadores, incendiarios con otras “tareas” afines, pescadores y chiquilinada de sueños efímeros.

Dos protagonistas se mueven en silencio: el río y el hambre. El primero provee de incierta comida pero cuando avanza es animal terrible. El hambre genera obsesivas páginas que asocian denuncia e inquietud estética: “Otra vez el hambre y es como decir, otra vez la mañana, el atardecer, el mediodía. Otra vez la primavera (…) el hambre muerta de las tierras blancas”. El guiso del Ejército será salida transitoria. Odiseo cumple también ese rol mensajero. 

“Cuentos para la dueña dolorida” (1961), “Los degolladores” (1980), “Disparos en la calle” (1985) y “Colina de octubre” (1993), suponen su valioso aporte cuentistico. Manauta consideró a su obra como esencial expresión estética más que derivación de tal cajonera ideológica. En su “Dentre” para los Cuentos Completos (UNER 2006) lo aclara con ironía: “Escribí obra sobre transportadores de almas y de brujas y contrabandistas, también velé a un niño dormido sobre maloliente basural y soñando que remontaba un barrilete con auxilio de viento y aire puro, recordé a un hombre sin trabajo que hablaba con su perro y a otro que convertía en locomotora a su carretilla. Por todo eso, y algo más, me llamaron realista”. 

Hay, en su obra, ambientes sórdidos, pobreza, explotación de grandes y de niños, que trabajan para sobrevivir. 

Pero también sueños, amores, deseos, sucesos derivados de batallas perdidas (López Jordán). En estas últimas sólo de paso las jerarquías de la historia lugareña, “sobrepasados” por personajes singulares de la ficción, tales como el mayor Ponciano Alarcón y su ayudante Martín Flaco que conforman una dualidad de raigambre cervantina que ronda lo grotesco, aunque en visión enmarcada por dignidad que mueve a la risa y al respeto. El fiel ayudante Martín Flaco, desde su físico y nombre, supone una lograda inversión de Sancho Panza. Junto a él, el Mayor que, en la derrota, avanza hacia atrás, sin perder el respeto de los suyos. El Quijote, seco su cerebro, prepara su armadura para la gran aventura. 

A Don Ponciano, de regreso de la guerra, le niegan tierra que le diera de palabra López Jordán. Desatendido y molesto, se saca la ropa militar delante de todos y desnudo, rechaza el poncho que le arrima Martín Flaco. Como surge de lo previo, los niños y la mujer suponen un singular centro de interés. Sin olvidar a Madre,(“Las tierras blancas”), una muchacha, luego de recibir regalo, enseñó a besar al dadivoso Ponciano joven. Y también lo que debe saberse y hacerse después. “Las mujeres son de las que ellas eligen”, dirá un personaje. 

La dignidad, ya señalada, alcanza nivel grotesco en “Balada de un llorador”. El “profesional del llanto” se equivocó de velorio y lloró en el de su hermana melliza, muerta el mismo día y en cercanías. Las mellizas compitieron, en vida por el mismo hombre pero como el sacerdote sólo casó a una de ellas, vivieron separadas pero sin despegarse de aquel a quien querían. Por tal causa, el error del llorador. La propia muerta, saliendo de su cerrojo mortuorio, debió alertarlo.. El pobre hombre, compungido pero digno no cobrará sus servicios pero se quedará sólo si le permiten llorar por las dos. 

Este es el mundo caótico y creativo del escritor designado Ciudadano Ilustre de Gualeguay, Doctor Honoris Causa por la UNER. El Fondo Nacional de las Artes y la Universidad de Lanús coincidieron en otorgarle premio a la Trayectoria.

Fuente:El Entre Ríos