miércoles, 24 de abril de 2013

Gestación de las mariposas / Gloria Montoya


Haremos un funeral con los vientos,
ya no tendremos qué enterrar
porque ya no quedan ni sueños.

Nuestro siglo se come el aliento de los hombres,
engendra niños que ignoran el amor,
que ignoran que en la primavera
detrás de todos los suspiros,
adentro de los recovecos de madera,
en la cuenca de las semillas de los jacarandáes,
se gestan las mariposas.

O tal vez en el corazón  de los enamorados.

Ignoran que sobre la curve del arco iris
hay un vibrar de alas después que llora el cielo,
luego, se produce la invasión 
sobre el horizonte del lino,
sobre los naranjos,
sobre el río.

Ignoran que acaso sean mariposas
lo que asoma en sus ojos,
lo que bulle,
lo que palpita,
lo que intenta volar
amarrado a las trenzas de la nube
en setiembre
en octubre.

El tiempo apremia,
ocurrirá cuando el sol decida levantarse
o tal vez cuando caiga rendido por la tarde
toda una lluvia de mariposas descenderá sobre la ciudad
bajará por los toboganes del viento sobre los campos
y no podremos verlas
porque no sabremos que en setiembre
se gestan las mariposas
en el corazón de los enamorados.



_____
Tomado de Fanzinerizo, Asamblea Autoconvocada por el Derecho a la Cultura Nº 1 Abril de 2013. Paraná, Entre Ríos. 

A su vez, en el fanzine está la siguiente referencia bibliografica: El cielo se trago las estrellas, Poemas. Ed. Colmegna. Santa Fe:1971

domingo, 21 de abril de 2013

Sonetos de Las alegrías del sol / Daniel Elías



 El amanecer,
Caspar David  Friederich


I

   Elogiemos al sol, cuya alegría
hasta el alma se infiltra, y cuya clara
lumbre sazona los trigales, para
que tengamos el pan de cada día.

   Encomiemos la fresca epifanía
de la aurora gentil, que nos prepara
el azul matinal con que se aclara
la perspectiva de la lejanía.

   Querrámosle y cantémosle con toda
nuestra sinceridad. Vaya la oda
hasta su trono mismo, y cada verso

se carbonice en su fulgor dorado,
como un insecto mísero quemado
en la hoguera vital del Universo.

II

Un alocado sol de primavera
a mi recinto por entrar se afana,
y ríe en el cristal de la ventana
con su dorada risa mañanera.

Sus fulgores perforan la vidriera
y vienen, perfumados de besana,
trayéndome el añil de la mañana
en el ala sutil de una quimera.

Se largan a volar mis alegrías
en derredor del sol, como teorías
rondando en torno de un sagrado mito.

Tiendo la vista a la extensión serena
en que vibra el trigal, y a boca llena
bebo en sorbos de luz el Infinito.

III

El diligente día, en su sereno
trajín, por la amplitud se desparrama,
regalando el exceso de su llama
como un rentista inteligente y bueno.

Dora el almiar en que se tuesta el heno,
agita en la arboleda un pentagrama,
y a lo largo del vasto panorama
entibia el surco de esperanzas lleno.

Asiste a la labor de la batea
en que la espuma del jabón blanquea
con su alegría burbujeante y franca,

y cuelga un haz en el cordel tirante
donde tiembla nerviosa y ondulante
la risa limpia de la ropa blanca.

IV

Lució la aurora su plumaje fino
como un gallo solar que abre las alas,
y trizó una calandria entre los talas
el cristal milagroso de su trino.

Lentamente el paisaje campesino
se fué aclarando en primorosas galas,
y una hidráulica rueda con sus palas
molió el azul del cielo cristalino.

Blanca y de blanco, en allegarte al tambo
el céfiro te dijo un ditirambo;

y al sentarte indolente en aquel poyo
que la ocasión brindó para tu gracia,
semejó tu delgada aristocracia
un amplio sueño de reciente apoyo.

V

Brilla la reja del arado. El suelo
recién herido, exhala sus aromas
sutiles de humedad. Puntos y comas
la luz escribe sobre el arroyuelo.

Flamea allá a lo lejos el pañuelo
de un reciente cordero entre las lomas,
como si despidiese a las palomas
que raudas surcan el azul del cielo.

Un semental nervioso, con su aguda
clarinada metálica saluda
la circundante inmensidad bravía:

un relincho rotundo y desafiante
como si fuera un atrevido guante
arrojado a la faz del claro día.


VI

Hace ya días que se cierne lenta
la langosta famélica. En su vuelo
llena de hojas metálicas el cielo
y en el maizal limítrofe se asienta.

Hay carencia de lluvia, y macilenta
muere la siembra en la amplitud del suelo;
la noria servicial brinda el consuelo
de su agua escasa a la región sedienta.

Por el raro color que tiene el día
se puede colegir que habrá sequía.

La pútrida osamenta desintegra
su carroña a la vera del camino,
y en cada poste del corral vecino
cuelgan los cuervos una boina negra.

VII
  
Restaura su verdor la vieja viña
y vigoriza el naranjal su acodo:
(la luz primaveral resuelve todo
como la perspicacia de una niña).

En los verdes ramajes lujuriantes
el obscuro gorrión pierde el recato,
y sueñan las glicinas bajo el grato
bullicio de los élitros vibrantes.

Un dulce malestar nos incomoda;
el alma en fiebre se espeluzna toda
como rizada por un suave peine,

y un sátiro interior inoportuna
con un mohín concupiscente, a una
siringa blanca de sombreado empeine.

VIII

Había en el paisaje una molesta
irradiación solar. Lúgubre como
una pena sonámbula, el palomo
mullía la modorra de la siesta.

Se extendía por sobre la floresta
un torvo cielo de color plomo,
y en el azogue del remanso, un gnomo
pueril brincaba sobre el agua en fiesta.

 Al ver tu cuerpo virginal desnudo
el boyero cantor quedose mudo.

En el terso cojín de las arenas
vibró bajo tu piel bajo la tarde blonda,
y al poseerte el riacho, sobre la onda
florecieron sensuales azucenas.


IX

De temprano nomás muévese en torno
de la mesa, el trajín de la cocina;
con su grasa, sus huevos y su harina
leuda la masa en ilusión de adorno.

Tras su abstención hebdomadaria, el horno
apresura su pipa matutina,
y la habitual tronera en azulina
bocanada, propala su bochorno.

Ríspida pule la pueril cigarra
sus ripios y sus erres en la parra;

y en tanto el día con su afán prolijo
libélulas y céfiros concilia,
se difunde en la paz de la familia
el doméstico olor del amasijo.

X
  
La luz solar con que se adorna el suelo
valoriza guijarros campesinos,
y a lo largo de todos los caminos
halla un andarivel para su vuelo.

 En el lendel la mula sin consuelo
sumando está sus círculos cansinos,
mientras los cangilones peregrinos
ilustran su agua en claridad de cielo.

Con el rojo cordial de una sandía
el sol va madurando sobre el día.

Se prueba vanidoso el duraznero
su floreado percal con que se enfunda,
y es tan fácil la luz y tanto abunda
como una rima terminada en ero.

XI

La luz dominical, como una hermana
madrugadora, canta en la glicina,
y le azula a la alegre golondrina
las alas con que llega a tu ventana.

El aljibe pluvial con su temprana
cadena ríe de mi gurrumina,
y te escribe en su pauta cantarina
el arrullo infantil de la roldana.

En el agua del grifo hay un risueño
duende que glosa tu tranquilo sueño;

y el zorzal de la jaula que es tan ducho
en achaques de músico intuitivo,
está rimando su dolor cautivo
como un poeta que te quiere mucho.

XII

Con su hermosura fresca y halagüeña
que sazona la luz de la mañana;
la afanosa muchacha suburbana
a su lechera favorita ordeñada.

El jarro de latón brilla y se esmalta
en un lampo de sol, que lo diseña,
y como un brinco de salud risueña
el blanco chorro de la leche salta.

La negligente blusa que se embrolla
muestra unos senos de Afrodita criolla,
de vida y nervio y de vigor tan plenos,

que si me dieran a elegir, haría
un desaire a la leche, y optaría
por la gloria leudada de sus senos.

XIII

Ya llegó el buen marchante a la cocina.
En su litro cabal -nieve y armiño-
brincar parece la salud de un niño
consolidada en ubre campesina.

La hornalla matinal larga su fina
voluta azul en presuroso aliño,
y en la llama del fuego hay como el guiño
de un diablo rojo que en reír se obstina.

Con su canto gentil y su alegría
la musa conyugal decora el día;

y en tanto se alza el femenino coro
como un misa de amor casero,
en el maíz que arroja al gallinero
la luz disgrega sus racimos de oro.

XIV

Pardea el surco eclógico en el llano,
apto para el bautismo de la siembra,
y se entrega la tierra como una hembra
a la solicitud del hortelano.

De generoso sol todo se inunda
como si el cielo descendiese en ríos
de lumbre; y en los grises sembradíos
hincha la gleba su matriz fecunda.

Hermosa la muchacha como el día
dice el himno, gentil, de la alegría
que le marea el alma y le atolondra,

y melódico suena en su laringe
como esa diana de cristal que finge
el jubiloso trino de la alondra.

XV

Queden de lado las togadas leyes
que es día de guardarlas. Primavera
nos muestra en la amplitud de la pradera
el hondo surco y los pesados bueyes.

Bajo un cielo de porcelana
el domingo se llena de perdices,
y en los tambos sonoros y felices
la leche brinda su salud aldeana.

Tomemos la escopeta y la mochila
y en tanto el día su cendal deshila
marchemos a través del verde llano.

 Si la sed meridiana se allegara
agua tendremos en la fuente clara
y escudilla en el hueco de la mano.

XVI

Esplendida mañana. Si no fuera
esta diaria rutina del empleo,
largarse por el campo de paseo
a impregnarse de sol y primavera.

Aspirar en los húmedos pesebres
el perfume bucólico del heno,
y bajo el palio del azur sereno
correr y retozar como las liebres.

Sorprender junto a un toldo de glicinas
las jóvenes palabras campesinas
que Eros preside en el jocundo idilio.

Con la inacción ociosa de una larva
soñar echado sobre laguna parva
con Fray Luis de León y con Virgilio.

XVII

Despierta el alma ingenua de la finca
a conjuros del sol que se levanta,
y la calandria impenitente canta
y el recental infatigable brinca.

La primorosa luz con sus reflejos
hila una tela de brillante franja,
y trisca en los dominios de la granja
una blanca alegría de conejos.

Canta el labriego su canción sencilla
que huele a parva fermentada, a trilla,
a sudor, a romero, y a violeta…

Canta el labriego su alegría, canta
pues parece que lleva en la garganta
la desgracia feliz de ser poeta.

XVIII

Vacilaba nerviosa la amatista
de la primera estrella, sobre la onda
tornasolada, y en la verde fronda
gimió al pasar el aura excursionista.

Como una cinta de la tarde blonda
trazó una nube su ligera lista,
y en los sauzales, su emoción más honda
interpretó un boyero sinfonista.

Guiñó la linfa repentinamente
un círculo nervioso; bruscamente

el corcho de la línea se sumía.
La caña en alto levanté impulsivo,
y en las escamas de aquel pez cautivo
la tarde derrochó su pedrería.

XIX

El rubio pajonal resplandecía
todo lleno de sol de primavera.
Con un tercio de lengua boca afuera
el pointer servicial me precedía.

Pesaba la canícula del día,
y en la vasta extensión de la pradera
no hubo un arroyo que servir pudiera
a la sed de mi perro y a la mía.

De improviso escurrióse por el suelo
la pieza esquiva y remontóse  en vuelo.

Apercibíme con presteza suma
y a diez metros o más de la escopeta,
rodó la derrotada martineta
entre una breve dispersión de pluma.

XX

Cobra un color el silo de naranja
a conjuros de lumbre vespertina,
y llena la heredad con su bocina
el metálico gallo de la granja.

Se prolonga escurriéndose en la zanja
de la acequia estival, la cantarina
agua infantil, como una serpentina
que solo irisa de luciente franja.

Con hebritas de canas de la luna
comienza a envejecer la laguna.

Su difícil jornada la carreta
escribe entre los baches del sendero,
y el nostálgico estilo del boyero
va ilustrando un crepúsculo violeta.

XXI

Se doraban las horas en el cielo,
y arriba, sobre un fondo color plomo,
surgió una blanca nubecita, como
si la tarde perdiera su pañuelo.

En la cornisa el último palomo
la luz barría con su cola en celo,
y un abejorro de zumbante vuelo
enredaba un runrún entre el aromo.

Con la mística unción que te mereces
recé tu nombre repetidas veces;

y al pensar en tu imagen dulce y bella
y quererla grabar sobre mi mente,
Dios fue tan bueno que inmediatamente
brindó a mis ojos la primera estrella.


XXII

En la dócil quietud de tu pestaña
tembló un rayito de aquel sol estivo,
como un insecto aurífero cautivo
en la urdimbre de seda de una araña.

Con intención galante, aunque traviesa,
sinteticé un elogio en un vocablo
que fue con la inclemencia de un venablo 
a clavarse en mitad de tu sorpresa.

Tu risa se calló como la tarde.
Bajé los ojos, me encerré cobarde
en la desolación de mis motivos;

pero observé por tu actitud coqueta
que indultaba a la audacia del poeta
el perdón de tus ojos compasivos.

XXIII

Dulcificado de distancia vino
el canto de un zorzal hasta tu reja,
como la triste y melodiosa queja
de un sonámbulo bardo campesino.

Sobre las frondas del sauzal vecino
la luz se resolvió en una bermeja
tonalidad de ocaso, y en su vieja
cinta de ensueño se durmió el camino.

Nos influyó en la soledad tranquila.
El ave enmudeció, calló una esquila,
y se pacificaron los rebaños;

y al iniciar mi súplica ferviente
la luna nos miró severamente
como una madre espolvoreada de años.

XXIV

Junto al charquito circular que deja
el balde del aljibe en las baldosas,
se agrupan las avispas rumorosas
y la dorada tarde se refleja.

Desmayan las glicinas olorosas
sus lánguidos racimos en la reja,
y atolondradamente va una abeja
haciendo de las suyas en las rosas.

En sus roncas y fatuas pretensiones
fracasan las cigarras de Lugones.

El mangangá rezonga por las parras
y la siesta nos brinda complaciente,
entre el sopor pesado del ambiente
una brusca fritura de cigarras.

XXV

Entre los sarandíes de la orilla
el Martín pescador se tornasola;
al vaivén cadencioso de la ola
se escurre suavemente la barquilla.

En la vecina fronda, ya amarilla,
canta el cierzo otoñal su barcarola;
hay en la tarde sosegada y sola
una dulzura eclógica y sencilla.

Suprema beatitud… Si se deseara
ser rayito de sol, agüita clara,
corola roja del ceibal florido,

estrellita gentil del horizonte,
o ave que busca en la amplitud del monte
la rama fácil donde hacer su nido…

XXVI

Fumaba el duende de la vieja usina,
y el humo azul en ascensión ligera
difundía en el aire su quimera
en una peregrinación divina.

Sahumó más olorosa la glicina
del tapial, y la brisa volandera
esparció por la próxima colina
el pastoril perfume de la era.

En su escondrijo misterioso el grillo
reanudó su bucólico estribillo.

Se calló la perdiz en los rastrojos,
y en esa hora de inefable calma
quedó de pronto suspendida mi alma
en el cadalso de tus negros ojos.

XVII

Bajo la protección de tu glorieta
perforada de sol y de cefiros,
trazó espirales y fingió suspiros
la susurrante voz de tu poeta.

En el ocaso bosquejaba el día
yo no sé qué fantásticos degüellos,
y en el dorado tul de tus cabellos
se acurrucó la tarde en su agonía.

En una triste procesión doliente
merodeaban las sombras cautamente
por las lomas lejanas y tranquilas.

Inhumaron las Horas al Sol muerto,
y se esparció por la amplitud del huerto
la meridiana luz de tus pupilas!

XXVIII

La tarde estaba pálida y serena,
y la brisa rural de las gramillas
alborotó a la virgiliana avena
como si le hubiera hecho cosquillas.

El fatigado día en su faena
agraria, iba emparvando sus gavillas
de luz solar, y en la amplitud amena
el horizonte circundaba millas.

Florecía infantil sobre el paisaje
la primavera de tu blanco traje;

y a través de las calles polvorosas
del éjido silente, iba tu paso
difundiendo en la gloria del ocaso
un perfume anacreóntico de rosas.

XXIX

Calló en las ramas flácidas el lento
susurro blando de la fronda amiga,
y como un andarín que se fatiga
se echó rendida a la distancia el viento.

En las eras del día macilento
la luz segó su postrimera espiga
descolorida ya, y en la enemiga
noche hundiose el camino soñoliento.

Frente a la luna que se infló tranquila
te embelleciste más de sombra lila;

y valido, el ladrón, de tu embeleso,
en un arranque de inconsciencia loca,
se introdujo alma adentro por tu boca
con la ganzúa ocasional de un beso.

XXX

Tarde otoñal, beatífica y serena,
cuya difusa lumbre desearía
aprisionar entre la mano mía
como a un puñado de menuda arena…

Melancólica tarde, en que la buena
soledad silenciosa, se diría
la paradoja de una compañía
para el mundo interior de nuestra pena…

Así quedarse indefinidamente
como un sueño flotando en el ambiente;

y recordar en nuestro desconsuelo
la ilusa y loca juventud divina
en que el alma era una golondrina
ebria de luz y de extensión de cielo.


XXXI

La tarde se combó, toda rosada,
sobre los horizontes pensativos,
y quedamos así, como cautivos,
bajo una copa de cristal tumbada.

En la quietud de la hora sosegada
se llevaron los céfiros estivos,
toda la serie de diminutivos
de nuestra loca plática encantada.

El alma se llena de dulces cosas
como un pañuelo colector de rosas.

Y al regresar por las humildes huellas
de la sumisa senda que nos trajo,
en la locura de contar estrellas
nos olvidamos de mirar abajo.

XXXII

Finge la vaca en el corral palabras
de exquisitas dulzuras maternales
llamando a su ternero. En los cardales
trincan alegres las nerviosas cabras.

Unos corderos se lamentan, otros
semejan un manojo de cosquillas,
y tiemblan azoradas las cuchillas
bajo el relincho agudo de los potros.

La atrevida invasión de los gorriones
ocupa gallineros y galpones.
La autoridad del sol todo lo allana

y tremola sonriente por doquiera,
como un regocijo hecho bandera
flameando en la amplitud de la mañana!

XXXIII

Lloró un ternero en el corral sombrío
su tristeza infantil de hallarse solo,
y en la huerta limítrofe el chingolo
pronosticó una ráfaga de frío.

Por allá tintineaba en los caminos
la lágrima sonora de un badajo,
y un perro heroico al regresar nos trajo
el olor peculiar de los zorrinos.

Como un duende pueril que te nombrara,
pronunció tus vocales en la clara
acequia, el agua rumorosa y leda;

y, Argos que observa sin cesar tu paso,
abrió el solo otoñal de aquel ocaso
sus cien ojos de luz en la arboleda.

XXXIV

Ella es buena y gentil, como una hermana
que después de casarse nos hospeda
y nos muestra el ajuar, con una leda
sonrisita de novia provinciana.

(Ajuar hecho de nube casquivana
que pespunta la luz en la arboleda,
cuando sin sol el arrabal se queda
y el grillito conversa con la rana.)

Es tan sutil la tarde perezosa
como una ilusión color de rosa;

y nos ofrece en armonía bella
cuando todo es misterio en el jardín,
una estrella tangible en un jazmín
y un jazmín intangible en una estrella.

XXXV

Cantemos a la tarde que se apaga
en un blando silencio mortecino,
y que en oro solar acuña un trino
con que los sueños del poeta paga.

Cantémosle cuando sin rumbo vaga
como una indecisión por el camino,
y tiende el fatigado peregrino
la capa rubia de su lumbre maga.

Ella es toda quietud, toda apatía
como un remanso lánguido del día;

y tiene en su viudez y desconsuelo
para engañar la prole de sus horas,
en el ocaso una ficción de auroras
y una mentira azul por todo cielo.

XXXVI

En la quietud serena de la fuente
se diluyó la tarde perezosa,
y un vago tinte de color rosa
encantó la agonía del poniente.

Sonó en las frondas bulliciosamente
la sensitiva brisa rumorosa,
y un cisne blanco de apostura airosa
ancló su barca pensativamente.

Desde la azul inmensidad del cielo
un cirrus virginal con su pañuelo

se despidió del sol agonizante;
y ante la voz ritual de un campanario
sentí mi corazón de visionario
suspenso en la armonía del instante.

XXXVII

Puso un ángel en su honda milagrosa
el proyectil de plata del lucero
y el cielo herido por el agujero
estrió su sombra y exhibió una rosa.

En la vasta penumbra silenciosa
chirrió la golondrina del alero
y en el despertador del gallinero
sonó una claridad jubilosa.

De los lejanos límites del día
un céfiro sonámbulo venía;

y a la lumbre indecisa de la aurora
que con oro solar lustra tu puerta,
se puso en los canteros de la huerta
su cretona talar la trepadora.

XXXVIII

Es un día ideal. El mes de octubre
se exterioriza en profusión de rosas,
y el risueño jardín, de mariposas
y de fragantes pétalos se cubre.

Vendimiario elabora. Primavera
en el surco custodia la simiente,
y el viento arrulla perezosamente
el rubio despertar de la pradera.

La luz del sol de la mañana ondula
como un dorado lábaro, y se enrula
en la fronda, en el aire, en las colinas.

Hay un blanquear de ovejas en las lomas,
un arrullo risueño de palomas
y un alegre volar de golondrinas.

XXXIX

Pinta lustrosa la morada breva
como un reclamo a los futuros higos;
con su oro agrario los segados trigos
dan a las lomas una gracia nueva.

Colmado de cigarras y de grillos
y de abejorros de vibrante vuelo,
se asimila el manzano del abuelo
al árbol de Noel de los chiquillos.

Calor madrugador… Si se diría
que como un caminante suda el día…

Llega el lugar común de algún vecino
y nos noticia grados a la sombra.
Sopla breve una ráfaga y se asombra
el herraje asustado del molino.

XL

Este eclógico sol que en mi cantero
lustra las flores de carmín y gualda,
es la moneda matinal que salda
mi frecuente sudor de jardinero.

É irisa mis ocios de bohemia
y encanta mis vigilias soñadoras,
y con sus diarias atenciones premia
la vibrante fatiga de mis horas.

Es mi lírico y lánguido colega
que en las mañanas pálidas se entrega
al arte dulce de hilvanar mentiras,

y que en sus hondos ratos tempraneros
ríe armónicamente en los canteros
y melódicamente entre las liras.

XLI

Es mi noble Mecenas mano abierta,
servicial y magnánimo a su modo,
que salva los apuros de mi huerta
y me presta su firma para todo.

Con sus puntuales y severas llamas
administra mis rimas y mis rosas,
y mide con sus yardas luminosas
la azul profundidad de mis programas.

Estricto y cumplidor, jamás me falta.
Con su presencia matinal esmalta
mis sueños patológicos de artista,

y en el papel que el cálamo rasguña
sus monedas olímpicas acuña
con su dorado gesto de rentista.

XLII

Él tiene como un pájaro sonoro
para sus alas la amplitud del cielo,
y en la infinita ronda de su vuelo
el universo se diluye en oro.

Él asciende a la cúspide más alta
y desciende al abismo más profundo,
y su rebote luminoso salta
como la pauta elástica del mundo.

Es asiduo y puntual por dondequiera
y colabora con la primavera
plasmando en luz el alma de la espiga,

y al derrotarse en el ocaso el día
su rayo postrimero se diría
un ensueño rural que se fatiga.

XLIII

Es de verlo en otoño cuando cuelga
la gloria inverosímil de sus galas
en los mustios ramajes, y sus alas
muévense a ras de la hortelana mielga.

Como una lluvia su salud derrama
en la extensión de la verdulería,
y es tan bueno y cabal que se diría
un padre universal que sueña y ama.

Él está en todas partes, como el héroe
del catecismo. Él es el verdadero e
impávido creador omnipotente

cuyo intrépido gesto es tan fecundo,
que a su merced olímpica es el mundo
músculo y semen, polen y simiente.


XLIV

Él está en todas partes: en la menos
ponderable molécula; en el grano
más feble y frágil, y en el verde llano
de los surcos nutricios y morenos.

Con su presencia omnímoda y bizarra
preside cualquier acto, aunque pequeño:
himno en la lira y en la mente sueño,
canto en la alondra, grito en la cigarra,

excitante perfume en los vergeles,
inspiración del genio en los pinceles,
alegría rural sobre las siembras,

consistencia de bronce en los quebrachos,
eretismos viriles en los machos
y crisis amorosas en las hembras.

XLV

Él está en todas partes; en la leve
nubecita sutil que raya el cielo,
en la espuma gentil del arroyuelo
y en el copito virginal de nieve.

Está en la espiga que en sazón se agobia,
en la fuerza motriz de los talleres,
en las almas de todas las mujeres
y en los únicos ojos de la novia.

Cabe los mares hechizados rima
el madrigal del iris en la playa,
cuando su luz, ya occidental, se arrima
a la infantil arena, y se desmaya.

Yo le he visto! oh, Neptuno! cuando flota
sobre el azul de la extensión marina,
y fatigado de rodar declina
como un albatros con el ala rota.

Yo le he visto en su alado derrotero
semejar un magnífico arponero
empeñado en la lírica faena
de perseguir tritones legendarios,
y arponear con sus dardos temerarios
a las desnudas horas en la arena.

XLVI

Hay que verlo en las jarcias zumbadoras
en que rezonga el sur su cantinela,
incendiando en el trapo de la vela
una explosión olímpica de auroras.

Enhebra su hilo de lucientes llamas
al mástil de la nave peregrina,
y en la rápida estela cristalina
siembra un cardumen brillador de escamas.

Su salud juvenil todo lo encanta;
sobre cubierta se desborda y canta
el himno universal de la alegría

que nos llega hasta el alma y la oxigena,
y cuya noble música es tan buena
como el bíblico pan de cada día.


XLVII

En las trincheras trágicas de Europa
ha de actuar como un bálsamo de alivio
cuando su rayo vertical y tibio
nutre la sangre de la noble tropa.

Él ha de ser el único consuelo
para esos héroes que el horror mutila
y que sin más haber que su mochila
no tienen otra protección que el cielo.

Le imagino bajar a lo más hondo
de esas hórridas cuevas de chacales,
y en ese ambiente mísero y hediondo
florecer alegrías fraternales.

Le adivino flamear con sus pendones
sobre el rencor estúpido del Marne
y en las putrefacciones de la carne
sembrar una teoría de perdones;

porque él es bueno hasta batir el símil
de otro Cristo brincador de siglos,
y sobre esta jauría de vestiglos
vuelca su rubio amor inverosímil.

Yo le veo brillar sobre los campos
perversos de la muerte, y con sus lampos
ir ungiendo de amor todas las cosas,

y sobre las heridas más horrendas
deshilachar sus gasas luminosas
como un carrete olímpico de vendas.

_______
Elías, Daniel; Las alegrías del sol. Obras póstumas editadas por la Asociación Cultura. Concepción del Uruguay, 1929